Camina uno ensimismado, atento sólo a sus propias cosas, e intenta sacar a flote un pensamiento -aunque sólo sea uno- sin pedirle tan siquiera al cerebro que éste sea brillante o ingenioso. Decides fijarte en aquello que te rodea, mientras vas andando, y resulta que:
Una señora marcha delante de mi con un abrigo de leopardo, tan real que parece falso, y un sombrero de paño marrón, calado hacia la izquierda de manera exagerada y, como llueve a jarros, va cayendo el agua en cascada, desde su cabeza, directa hacia el alcantarillado. Forma ese sombrero, piensa uno, parte del ciclo del agua, como las laderas de las montañas alpinas en los libros de ciencias sociales. Intento fotografiarla, robarle alguna de sus manchas felinas, pero cambia bruscamente su dirección para meterse en una iglesia.
Allí, en su puerta, un marroquí se estira, balanceando su cuerpo hacia izquierda y derecha, como si fuese una campana repicando perezosa. Es evidente que el culto no le importa lo más mínimo, y no confía ya en que aparezca la limosna en esta mañana tan desapacible.
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Intento retratar al marroquí, pero se cruza e interpone un hombre que le pide a su perro, que no levanta un palmo del suelo, que: “no cagues en el alcorque de un árbol, por favor”; y el perro le mira, reflexiona, como intentando entender la palabra alcorque, o la educación de su amo para con él y le obedece. Quiero retratarlo, pero visto que no cagará finalmente, decido desviar la cámara hacia la izquierda.
Al otro lado de la calle un operario de la limpieza del ayuntamiento se lleva un cabecero abandonado, estampado todo él de flores -renacidas por la lluvia- y es como si aquel hombre hubiera decidido trasladar la primavera hasta otro lugar más propicio. Al llevarse el cabecero al hombro, su mono fluorescente de trabajo se me parece a un florero que desentona claramente con el ramo. Era un muro de pitiminí que llenó de alergias con picores el sueño de su anterior propietario. Por eso lo arrojó a la calle, como si fuera él, el invierno en persona. Tardará aún un tiempo en advertir que lo que le llena de habones no son las flores, sino su matrimonio.
Cuando quiero fotografiar la escena, de tanto pensamiento inútil, el operario ya ha doblado la esquina por la que acaban de aparecer dos japoneses enmascarados. Se diría que ellos poseen el secreto de alguna miasma que uno mismo desconoce y me pregunto si también podré yo contagiarme si tuerzo la esquina hacia la calle del Piamonte, por donde llegaron los dos rasgados cubriéndose con la mascarilla, por donde huyó aquel cabecero.
Pienso fotografiarlos, pues recuerdo las cosas que hace Tazuo Suzuki, pero ya no hay caso, la batería se ha agotado. Dirijo mis pasos hacia la tienda en la que ayer dejé olvidado un ramo de “siempre-vivas”. No tengo prisa en el rescate, con ese nombre, no espero nada malo de su estado.
Y llego a casa y pienso que no ha habido nada hoy, entre lo cotidiano, digno de ser contado, pero encuentro esta fotografía de V. perdida entre otras muchas. Tiene ya más de un año. Me ha pasado con esta foto lo mismo que con un pétalo que uno se encuentra prensado entre las páginas de un libro que revisa. Es imposible recordar dónde se cogió la flor y porqué la situó entre aquellas dos páginas precisamente, pero ha hecho de la relectura un momento mucho más especial.
V. lisa, débil y conmovedora, como ese pétalo entre páginas.
Son huellas que voy dejando. Supongo que me ayudan a una relectura mucho más apasionada de la vida. Y las que se me escaparon hoy, andando por la calle, ¿para qué las quise? no me ayudarían en nada, en unos pocos años, a entender mi propia biografía.