Es una melancolía gentil por intuirse en él el palpitar del pasado, cuando éramos capaces de ilusionarnos por ver la burla que le hacía la acrobacia a la muerte, mientras el “¡más difícil todavía!” se hacía encima de un trapecio a 15 metros de altura.
Estaba al alcance sólo de unos pocos poder volar, cruzando la pista de lado a lado, escupido por un cañón. Antes, introducir la cabeza en las fauces de un león era una osadía, no era un delito, algunos soñaban con ser “¡el hombre más fuerte del mundo!”, y una nariz roja era un entretenimiento suficiente.
En realidad, viene con el circo una agitación discreta de la parte del cuerpo que está entre el ombligo y la cabeza, que no es otra que la pena del corazón, la melancolía, por sentir con qué rapidez hemos perdido la inocencia y qué difícil es ahora contentarnos con lo sencillo.
Quise conocer en persona, no al fotógrafo que resiste en el baluarte de la ilusión, sino al artista que es capaz de exprimir la esencia de esa melancolía circense en imágenes, que cree más en el bien y la belleza que en la impostura del espectáculo feo y ostentoso de otras muchas cosas que nos rodean. Y miren, me encontré a alguien apasionado y formado en lo que hace, y a alguien afable y sincero, como su trabajo, porque para hacer estas fotografías, no hay que ser buen fotógrafo, sino buena persona.
Cuando terminé de tomar con él el café y ya habíamos hablado de su trabajo, bajaba caminando por el Paseo del Prado y pensaba cómo anunciaría uno la exposición fotográfica que seguro saldría de este trabajo, y sería así:
A la puerta de la carpa, con casaca roja y chistera negra, me pondría a gritar:
A la puerta de la carpa, con casaca roja y chistera negra, me pondría a gritar:
¡ Señoras y señores, niños y niñas, con Ustedes, Florencio Sánchez: el mayor espectáculo del mundo!.