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Desde nuestra ventana. |
"Estar así en la vida, como un corcho en el extremo del sedal, flotando sobre el agua pero atento."
Andrés Trapiello.
Es la segunda mañana en la aldea. Ayer, tras las campanadas, salimos a la calle a que nos diera las buenas noches el Lucero del Alba que bailaba alrededor del halo de la luna, como para dormirla. Lo hacía con un mimo que resultaba hipnótico mirarlo. La danza y el halo presagiaban una buena helada matutina, sin embargo, el amanecer ha sido rociero, pero sin escarchar, con una luz bellísima y unas nubes teatrales: grises, blancas y azuladas, sobre un cielo limpio, traído de cualquier Velázquez, no tanto por el azul, algo enmarañado, casi caótico, como por lo majestuoso que resultaba el conjunto.
El concierto de año nuevo lo han interpretado a dúo dos alondras posadas en una enorme rama del nogal que hay al otro lado del camino. Ellas dos desde su otero y uno, que las escuchaba respetuosamente desde el suelo, parecía que no quisiéramos perdernos el instante de celebrar la vida. Resultaba todo más sencillo y desetiquetado que lo que tantas veces ha escuchado uno a la Filarmónica de Viena en una mañana como esta, primer día del año, y sin embargo aquel valle resultaba ser la sala más dorada imaginable, una "Musikverein" perfecta para una audiencia potencial estimada de una sola persona.
Ha ido uno después encendiendo estufas y calentadores para traerle a los muros de esa casa la noticia del despertar del nuevo año y ha sido un placer abrir la puerta del cuarto donde estaban los tres durmiendo, casi apiñados, y recibir el olor de sus sueños como segunda noticia del día. Venían todos en tropel, a la carrera, mezclados a pinceladas alocadas. Desde el dintel me llegaban como una suma impresionista, un Monet onírico. Me ha dado entonces, como a las ventanas, por llorar; lo de uno era también vaho, supongo, pero del alma.
El halo de la luna, el canto de los pájaros, el sonido de los troncos mientras se quejaban en la pira del fuego que acababa de encender, el chisporreteo y ese vaho, se han ido convirtiendo a medida que los traía uno a estas páginas, desde el papel en las que las describió entonces, en un sumatorio de pequeños placeres elevados a la categoría de lujo, entendiendo este como aquello que se disfruta sin notarlo y sin coste alguno.