La fotografía es de Christophe Soulas |
Es la primera mañana que amanecemos en la aldea. Se ha levantado uno antes que los demás para poner en orden su cabeza y calentar la casa. Los dos verbos podrían moverse de sus respectivas frases pues viene a ser lo mismo lo que se ha hecho por la casa que por la cabeza.
Reavivando el fuego advierte uno la gran dosis de melancolía que hay en la ceniza que queda al día siguiente en la chimenea. Dos o tres ascuas que no llegan a ser brasa, aunque se empeñe uno en juntarlas, solo son memoria del fuego: insuficientes dosis de calor para tanta sala y su humedad que permanece pegada a sus muros habiéndola vivido un solo día; y lo demás que queda en la ceniza: polvo, escoria y oscuridad de la que no es posible imaginar la fortaleza del árbol que fue.
Y sin embargo nos empeñamos cada mañana en encender la chimenea de nuevo, como si fuera condición necesaria para que el día también comience, dándole pistas al sol sobre cuál debe ser su misión de hoy y por dónde debe ir saliendo.
Y una vez encendido nos podemos quedar durante horas mirándolo absortos, como quien ve romper las olas del mar o ve pasar a la gente de la calle sentado en cualquier terraza madrileña.
La noche anterior no fue fácil, demasiados recuerdos, así que terminamos devorando a bocados los relatos de Buzzati, la única manera en la que puede leerse este libro caleidoscópico y alegórico.
"La muerte física es un fenómeno eterno y después de todo absolutamente banal. Pero existe otra muerte, que a veces es aún peor. La cesión de la personalidad, la adaptación mimética, la capitulación frente al entorno, la renuncia a uno mismo…Pero tú mira por ahí. Tú habla con la gente. ¿No te das cuenta de que al menos el sesenta por ciento estamos muertos? Y de año en año el número crece. Apagados, aislados, sometidos. Todos quienes desean las mismas cosas, quienes tienen el mismo discurso, quienes piensan de modo idéntico. Asquerosa cultura de masas."
Entonces: ¿el fuego está consumido, no?, se pregunta uno. Muerto, diría Buzzati, está muerto. Como los que construyen, inventan y hacen cosas terriblemente importantes, felices, contentos, de tener dos ascuas internas, que no llegan a ser brasa aunque uno se empeñe en juntarlas. Pero son unos pobres muertos.
Y sin embargo y para distinguirse de ellos, es importante encender cada mañana el fuego, calentar la casa, y la cabeza: hacer lo que uno quiere, amar lo que uno quiere y creer en lo que uno quiere.
Pensamiento y sentimientos debieran abrirse en nosotros como los lirios del campo, por efímeros que sean, en silencio y para nadie, sabiendo que nadie detendrá su camino para cogerlos.
A. Trapiello. Seré duda.