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Fotografía de Ana Muller (con el permiso de la autora) |
-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.
-Tampoco donde hay luces y claridad – respondió la duquesa.
Miguel de Cervantes.
(Quijote, 11, 34)
Escribe uno a sabiendas de que lo leerán unas decenas, sin importarle en cambio que sean centenares de miles, acaso millones, los que pasen sus dedos por encima de la pantalla de su smartphoneen busca de la imagen de fácil digestión, directa, suficiente, filtrada, impactante a ser posible, mañana en cambio olvidada, sin lugar a dudas.
Abocados como parece que estamos hacia lo visual, menos exigente y agresivo que el texto o la música compleja, uno empieza a sentirse un bicho raro al escribir cosas a propósito de lo que esta noche va a escuchar.
Me acercaré al Auditorio Nacional para disfrutar, una vez más, de la abrumadora Matthäus -Passion de J. S. Bach. Será una paleta de colores instrumentales, cuajadas de meditaciones, la que interprete el Collegium Vocale de Gante con Herreweghe dirigiéndolos.
Una música que se escribió hace trescientos años en un ambiente recogido y menos luminoso que el actual, de noches más cerradas y por ello más íntimas, en las que los acordes musicales ingrávidos, las flautas y las voces, lo sobrevolaron todo, otorgando al aire una textura frágil y descarnada. Coros que convocaron la percepción de lo inestable y lo sutil; sombras de cuerdas que levitaron sobre partituras, místicas y sin sustentación, flotarán hoy por encima de mí, y para mí, una vez más.
Una música que resultaba hace trescientos años participativa, no como mero relleno ambiental; una música que lo iluminaba todo, me invitará esta noche a acordarme de los míos que no están ya para celebrar conmigo este misterio artístico.
Porque donde hay música hay luz y claridad.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Del poema En una noche oscura
San Juan de la Cruz.