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Marchitará la rosa.

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Fotografía de Pilar Pequeño. Rosa. 1993



En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.



SONETO XXIII

Garcilaso de la Vega


Dejamos a P. en su campamento. Apenas si se dio la vuelta para despedirse. Ni un beso. Solo una sonrisa, pero fue suficiente. De hecho era necesaria y la recibió uno como una luz, reflejada desde el estanque de su boca hasta mis ojos, con el mismo brillo. 

Paramos el coche a la salida de aquel pueblo. Parecía un buen sitio para poder sedimentar la despedida. Un molino abandonado, un regato remansado tras una cascada, un abejorro zumbando distraído a nuestro alrededor, nada amenazante, a lo suyo, y los pies de V., descalzos sobre la hierba verde, revoloteando a mi alrededor, como el abejorro. Todo aquello estaba envuelto en un rumor sedoso. Todo estaba cargado de detalles. Es  la complejidad de las cosas, según Alice Munro (La vida de las mujeres):  cosas dentro de cosas, en una complejidad sencillamente inagotable. Entonces decidimos comer allí y bañarnos desnudos en aquella poza.

Vivió uno ese pequeño rato como una nueva infancia, con la sensación ilusoria de ser el momento más intenso jamás antes experimentado, incorporando en él matices de inumerables percepciones y recuerdos anteriores. Y si nos hubieran dejado elegir, aquel era el lugar, el sitio definitivo donde dormir para siempre. Como la pira para un héroe griego: sal, vino y aceite envolviéndole a uno, y al arder en ese homenaje, la columna de humo (el alma: tierna huesped, compañera del cuerpo) elevándose hacia el cielo como un heraldo de la vida.

Crecen V. y P.; crece uno también. No sé si hoy somos mejores que hace unos años, pero no peores. Son estas pequeñas anécdotas, que uno vive y que trae a este cuaderno de lo cotidiano, las que se precisan para darse cuenta del tiempo y su capacidad creadora.  Van transcurriendo los días, estallando en múltiples direcciones. No hay un hilo predeterminado. Hay pozos y lagunas, vías muertas, trenes de última hora; titubeos, fracasos, esplendor, rutina y novedades. Pero el tiempo es esencialmente creador y la libertad su gigantesca amalgama. Nada se pierde entre los dedos de la mano, ni siquiera el tiempo. Más bien se crea. 

Escribe uno esta entrada según termina de ver la película de Paolo Sorrentino, La juventud, una de esas pequeñas joyas que son el antídoto de todas las vulgaridades que se respiran en el mundo. Dejo en este cuaderno la frase que pronuncia Mick (Harvey Keitel), un director de cine al que le cuesta trabajo terminar su última película: "Solo tenemos sentimientos. No están sobrevalorados. Es que no tenemos otra cosa"


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