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Elmer y el castillo de colores. Vicente Baztan & Enrique de la Peña

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Elmer vive en un castillo de colores al otro lado de las nubes, con un campo de hierba alta alrededor que le gusta atravesar después de la lluvia.  Esos días, nada más bajar al prado, se descalza y camina despacito con una enorme sonrisa, como si fuera un pasaporte de dientes blancos, oliendo un poco a loco.

Le encantan las cosquillas que le hacen en los dedos las flores de mil colores recién mojadas, las mismas que utiliza para hacer la pintura con la que decora las paredes y las almenas de su castillo. Como la pintura es de flores, cada vez que llueve desaparece de los muros disuelta con el agua que cae de las nubes. Después la mezcla coloreada baja desde el cielo hasta la tierra formando un regato multicolor.



Rara vez, por no decir nunca, encuentra Elmer algo poético en el óxido. No tengo nada en contra de la forma que tiene el tiempo de ensuciar las cosas, suele decir, pero yo prefiero los colores que me recuerdan a la cara de los niños. Ellos nunca están gastados como las caras de los mayores. 



Elmer se pasa el día entero (del tiempo entre lluvias) observando desde la almena más alta, de la parte más alta del castillo, las caras de los niños en busca de colores que le inspiren. Y luego... ¡vuelta a empezar!. Seleccionar flores, hacer mezclas y pintar el Castillo. Nadie ha visto bostezar a Elmer nunca, a pesar de que se pasa día y noche trabajando.



Últimamente anda concentrado en imitar el rojo intenso de los labios de las niñas en verano, porque dice que le recuerda a las pavesas que usa para asar castañas, su comida favorita. Y también trabaja diseñando el color azul del vaho que asciende desde la boca de los niños, mientras esperan a la ruta por la mañana,  al final del otoño.

A Elmer no le gustan los candados, los odia, porque dice que le ahoga el peso de las llaves colgadas de su cuello. Por eso siempre deja abierta la exclusa  del regato que nace en su jardín para dar paso al agua  y que todo el mundo pueda admirar su última creación de colores.




Y es que  a Elmer la vida le gusta enormemente.  Solo a veces se queda quieto, como queriendo llorar, cuando vuelve a ver blanco su castillo después de un día de lluvia; pero Elmer jamás dice: jamás, jamás, jamás. Entonces respira hondo, se abotona su baby de trabajo, almuerza castañas, inclina la cabeza como queriendo borrar la desesperación  y canturreando comienza a repintar su enorme castillo.




Nota bene:

Las ilustraciones de este cuento han sido realizadas por Vicente Baztan, cuya página no debéis de perderos.



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