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Fotografía: Enrique de la Peña |
Ingresé en aquel lugar como un hombre solitario, rumiando mis propios pensamientos, como muchas otras veces, con una carga considerable de melancolía. Un vez más la condición humana y su inestabilidad me llevaba hacia esas derivas.
Para ingresar en el campo de concentración de Dachau debe uno atravesar el puente por debajo del cual transcurre un caudal de agua del que no conozco (ni se informa al visitante) el nombre.
Después de cruzar el puente ha de pasar uno bajo el famoso lema: Arbeit macht frei. Mirando la corriente mansa antes de atravesar la verja de hierro –solo entreabierta- decido fotografiarla:
“Todo fluye, todas las cosas de este mundo pasan y ninguna puede impedir que esto sea así. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, porque sobre quien se sumerge en los mismos ríos fluyen siempre distintas aguas”
Luego de atravesar la verja, algo me llama la atención: es el silencio. Un espacio exento, rodeado aún de vallas de espino y torretas que limitan un espacio cuadrangular y agorafóbico, en el que quedan las señales simétricas de los pilotes de andamiaje, el punto exacto donde antes debieron estar asentados los barracones. Al fondo el horno crematorio. El resto es silencio. Solo es un patio, me digo entonces.
Pasa el tiempo y veo El hijo de Saúl , una película de László Nemes que no hay que evitar. Hay que tener el valor de ver esta nueva forma de contar la Historia, con el reto de afrontar el Holocausto filmando sobre la base del ruido y la suciedad, las secuencias cargadas de gritos y de órdenes, en la que no hay diferencia entre día y noche; en la que predomina lo sucio, el barro y el estremecimiento, lo feo y lo doloroso. A pesar de todo eso, y precisamente porque no hay terror en un sólo fotograma, hay que verlo.
Y al verlo me digo: estate tranquilo, sólo es cine. Me acuerdo de aquel cauce de agua otra vez, y su verdad profunda, panta rei. Heráclito, irrefutable. El agua fluye lentamente, simbólica y poética, y vuelvo a detenerme mentalmente a la salida de aquel campo, buscando su significado, una perdurable explicación del mundo, algo a lo que asirme ante la aridez a la que acabo de ser sometido en mi recuerdo.
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Fotografía: Enrique de la Peña |
Compruebo en la red que, efectivamente, ese canal de agua ya limitaba el campo en el que 41.500 personas (200.000 prisioneros) fueron ejecutadas. Ese mismo canal, con distinta agua, nueva a cada instante. Repaso las fotografías de aquel día y encuentro una que me pasó desapercibida en la primera revisión: aquella que tomé a la escultura de Hubertus von Pilgrim. Rostros anónimos que me inquieren una respuesta. Los nazis prohibían pronunciar la palabra “muerto” en los campos de exterminio, les llamaban Figuren, como si fueran muñecos. Pero sólo es una escultura, me digo ahora que veo la fotografía.
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Fotografía: Enrique de la Peña |
Decido terminar en esta noche, del tirón, las sesenta últimas páginas de La tierra que pisamosde Jesús Carrasco: un tratado sobre la resilencia. Una historia que mezcla los tiempos y los personajes, ayer y hoy; vivos y muertos; la cultura del campo; el desorden; la locura; la ignominia; el recuerdo de los seres y de la tierra -su olor y su humedad-
Termino un libro del arrepentimiento y de los verdugos. Una historia de una huida, en círculos. Una huida que no es otra cosa que un regreso al punto de partida, la tierra de la que no puede uno desenraizarse. Pero solo es un libro, me digo, mientras doy la vuelta a la última página.
“Quizá como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua…”
Me acuerdo de aquel canal, de su agua, pero solo es un rio, me digo, mientras termino esta entrada..