En un día como hoy, mejor como estos, que ya son tantos y tan seguidos, ¿de qué escribir, que no rechine? Las cosas que suceden alrededor de uno gozan de un gran equilibrio, algo que está muy próximo a eso que puede considerarse como felicidad. Así que uno no puede evitar inclinarse por contar la alegría en este cuaderno de lo cotidiano. Y sin embargo, todo parece estar envuelto, a cierta distancia de donde nos encontramos, de una profunda tristeza. Se debate uno, por lo tanto, en el dilema de hacia donde dirigir la pluma: sufrimiento o alegría; pero advierte al instante que la vida no es un dilema, es una paradoja: es dura y amable al tiempo. Las dos cosas son necesarias, porque sin la primera no se alcanza a saborear la importancia de la segunda.
Estábamos solos en el campo. Aquella paja amontonada en perfectos primas panizos hacía del lugar una tramoya bellísima. Los rayos del sol, paralelos ya al suelo, lo incendiaban todo de destellos rojos y dorados, como los focos de un escenario clásico: antorchas proyectadas sobre espejos. La escena era tan teatral que esperaba uno que en cualquier momento se alzase sobre el silencio del campo una trompetería romana anunciando el atardecer como se anuncia al emperador que acaba de entrar en el circo: aúreo, imperial, irrepetible.
Estábamos todos bien; las risas se movían como bandos de gorriones, por todas partes y en turbulencias, como lo hacían las hojas ya agostadas de los chopos que teníamos en frente y detrás nuestro, danzando por el suelo como locas, levantándose luego por el aire caliente de la tarde de verano.
Respiraba uno profundamente, no tanto por la ansiedad que produce la contemplación de lo bello como por intentar meter todo eso que veía y oía en los pulmones; atraparlo así y hacerlo propio para siempre. Al final de aquellos juegos nos volvimos tranquilamente hablando lo justo, sin necesitar nada más ni a nadie, creyendo que lo teníamos ya todo y, de todos, todo también.
Cuento esto hoy porque luego pasan los días y un acontecimiento traumático, que no te afecta directamente, hace que el recuerdo de aquellas escenas, aparentemente rutinarias (unos paseos y unos juegos) se conviertan en algo extraordinario e irrepetible.
Desearíamos disfrutar, cuantas más veces mejor, de los mismos escenarios dorados, el mismo sol, los mismos sones de trompetas anunciando atardeceres, con las mismas personas, para hacer destellar esta vida paradójica -de costumbres y traumas- con unos minutos de respiros bondadosos, aunque sean procedentes de la memoria. Y se inclina por fin la pluma de uno a escribir de estas cosas y no de tragedias, por si alguien que lo necesitase lo leyese y se reconforte, si es posible y lo consigo, con la sola recreación de aquella representación teatral de la que fui testigo y protagonista.