Madre e hija a la puerta del mercado. Chinandega. Nicaragua. |
Todo lo que voy viendo me resulta cargado de una enorme bravura, una energía casi salvaje. Me da miedo rozar cualquier persona o cosa, animal ni me atrevo, por si descargase sobre mí un millón de voltios de estatismo. Así que procuro andar despacio, con un pie siempre pegado al suelo, haciendo tierra con la vida. Será porque existe aquí una lucha continua por la supervivencia, violenta y agotadora, que todo parece pasar de una belleza exótica y desbordante a una ancianidad fea y consumida, casi sin solución de continuidad. Como la madre y la hija que se han dejado fotografiar. La segunda, paseando sus brazos como ramas de jacarandas, pese a no querer detenerse al principio, luego se ha comido mi cámara con los ojos.
La naturaleza corre más deprisa aquí que allí de donde vengo. Todo parece corromperse antes por puro desgaste, me imagino. En nuestro primer mundo, en cambio, la ancianidad se ha hecho oficio. Ayer operé a un muchacho de cuarenta y dos años sin un sólo diente. Quizás los perdió de tanto apretarlos por el dolor, sin nada que llevarse al estómago para evitarlo. Los viejos que ahora veo por la calle se me antoja que poseen sólo un puñado más de amaneceres que los más jóvenes.
Viejo a la puerta del mercado. Chinandega. Nicaragua. |
Cada escena, aparentemente cotidiana, encierra para uno un complicado enigma, una insondable profundad. Abro los ojos para que el mundo no se me esfume en cualquier parpadeo. Me dijeron que algo así debe hacer el viajero. Empaparse mientras camina de todos los gestos, por insignificantes fotogramas que parezcan, para intentar entender cómo vive la gente, cómo siente la gente, cómo ama y también cómo muere y aunque intento pasar desapercibido, me vigilan todos como gacelas recelosas.
Levantan la cabeza a cada rato para no perderme de vista y luego, al cabo de un suspiro, vuelven a hundirla en sus cosas, que son un trajín continuo. Cortan enormes tajos de carne, separan la fruta de unos colores vistosísimos, cosen zapatos o simplemente espantan moscas de manera incesante. Dos hombres están recogiendo montañas de basura del suelo a paladas tirándolas a un camión que rebosa por las grietas de una chapa sucia y oxidada, un agua de un olor indescriptible. A muerte, supongo. Un tipo de muerte a la que no estoy acostumbrado por ser la mía aséptica y analgesiada. Presiento en cambio un enorme dolor en lo que huelo.
Vigilan su territorio mientras me aproximo y advierto que me prefieren moviéndome en la linde de su mundo, pero ni un paso más adentro. ¿Qué es lo que estás buscando? Me dice una mujer mientras trocea vísceras. Y uno siente que la pregunta es una señal inequívoca de alarma para que el resto del grupo esté previsto del viajero que acecha. Advierto que la frase se va repitiendo de unas a otras gargantas, según voy avanzando entre los puestos. Quizás sí se trata de un mensaje cifrado que van pasando de voz en voz. ¿Qué es lo que estás buscando? me repite la siguiente mujer.
Presiento que estos paseos tienen la virtud de traerle a uno las cosas importantes de la vida delicadamente, como el limo que va quedando al borde del rio que transcurre despacio, un sedimento que tarda en reposarse pero que terminará por modificar su cauce. Todo parece una realidad evaporada.
¿Qué es lo que estás buscando? Y ahora creo que soy yo el que pregunta. Vuelvo al hotel, son las seis y media de la mañana, viendo la actividad del mercado cualquiera diría que se ha hecho tarde para todo, hay que desayunar, hoy tengo una dura jornada.