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La Noche del Once (1)

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Si decides tomarle prestadas al día las horas en las que se baldean las aceras,  y se oyen los sonidos de botellas rotas en el callejón (lo más parecido a una sinfonía que se adelanta al grito o al insulto, en solo un par de compases) descubrirás que no hay ningún reloj en la ciudad que te avise de que apenas ya le quedan unos minutos  a la madrugada. A esas horas de la noche cualquier distraído taciturno que pasee solo por Madrid, no es más que un sucio perro callejero, meneando con un caminar distraído los cuartos traseros, perdido en busca de un hogar. Casi todos estamos entrenados para encontrarlo, yo también…,más o menos.

Antes de que me sorprendiera el día, mientras decidía encontrar mi sitio en cualquier sábana que quisiera acogerme -lo más probable solo, con algo de fortuna mal acompañado-  realizaba una parada en alguno de los antros reservados  a gastados aristócratas, artistas fracasados y lánguidas muchachas. A mí me gustaba hacerlo en La Noche del Once, una cueva que ofrecía sus verjas metálicas recogidas a cada lado de la puerta, como dos porteros inertes y los rótulos del número once, brillando sobre la fachada,  nítidos como dos navajas nuevas.

Al otro lado de la barra siempre  había una rubia, complaciente y alcohólica,  dejando caer su pierna desde el borde del taburete que la alzaba como en un pedestal, simulando una nostálgica estatua griega a la que se le supone el recuerdo de una belleza mítica. Nariz partida, un brazo olvidado sobre la barra , el otro sujetando una copa de forma indiferente, y un pie lánguido, que solo rozaba el suelo, olvidándose de la dueña a la que pertenecía;  mientras, un pitillo desmesuradamente largo se dejaba quemar sobre un cenicero de hojalata.

Eran otros tiempos, cuando el humo y la soledad luchaban por ocupar el mismo espacio del aire de los clubs nocturnos.

Una noche, como cualquier otra,  decidí asumir el reto que suponía descender los cuatro peldaños del local, para que la dignidad y mis zapatos llegasen al mismo tiempo al suelo de un parqué sucio y desgastado. Aquellos escalones estaban dispuestos de forma traicionera, nada más atravesar el umbral, que desde la calle  daba a un ambiente oscuro y humeante; el mismo portal que parecía conducirte al centro del limbo,  el mundo entre los vivos y los muertos, donde se venían a encontrar algunas almas errantes en busca de un suave cielo o, por lo menos, un infierno lo más acogedor posible.

El local estaba francamente vacío. Dos tipos se vendían mutuamente el gesto de un continuo movimiento de brazos, una extraña coreografía que yo no conseguía interpretar, como deshaciéndose mutuamente del escaso aura que les rodeaba la cabeza, espantándose las moscas que debían zumbarles a los dos por delante de los ojos, borrándose el uno al otro la luz que se vertía sobre ellos desde unos amarillos focos del techo, cediéndose al balbucear ideas borrascosas que se evaporaban en el aire como el aliento de whisky que salía de sus bocas.

Un anciano camarero servía indulgente dos copas a una pareja, él de blanca pelambrera y ella en un continuo mover negativo de cabeza, mientras le susurraba algo a la yugular de un cuello que yo adivinaba empalagosamente perfumado. Quizás solicitaba de ella una confesión secreta, quizás…

Un individuo triste sobre un taburete solitario tenía la vista perdida buscando asirse en la mirada que Cooper le rechazaba. A farewell to arms era el título perfecto para una vida que en su rostro hacía años que ya se había despedido. Ningún arma que dejar, sólo un alma desperdigada por la barra como metralla sucia, imposible ya de recoger y pegar.

Otro cliente, de mediana edad y elegantemente vestido quería hablarle a alguien y supongo que al pasar yo a su lado quiso arrastrar hacia mí sus palabras. Nunca suelo alternar con un borracho y bastaba mirar a los ojos de aquel hombre para darse cuenta de que lo estaba,  como una cuba. Por simpático que le parezcas y por distendida que sea la conversación con un borracho, siempre es posible que se tuerza la opinión que tiene sobre ti y te termine saltando un par de dientes. Pero aquel marginado esa noche se había empeñado en contarme lo fríos que resultan los besos que tomas prestados de unos labios desapasionados, capaces de helar, en una noche de invierno,  la saliva en cualquier boca y  un par de jubilosos recuerdos en el alma; y hablando, finalmente, aquel miserable se quedó dormido sobre mi hombro. Su cabeza pesaba como un saco de piedras. Supongo que se encontraba a gusto en mi regazo, era el borracho más educado que jamás había conocido.

No sé si el aliento de aquel hombre, o la música de Mingus, terminó también por emborracharme, así que decidí dirigirme hacia el aseo. Resulta curioso que fuera el único sitio de aquel antro que conseguía distinguir a hombres de mujeres, representados por sendos retratos de Miles Davis y la Fitzgerald, aunque apenas se adivinaban con la mortecina luz que caía desde un falso techo desconchado. En cualquier caso, no hubiese importado elegir cualquiera de los dos para entrar, ninguno invitaba especialmente a cantar Summertime en su interior.



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