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Tres segundos

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El despacho del Señor Bienvenido  destilaba el olor de la disconformidad. Al salir de él, sobre el cenicero quedaban derrotados una docena de cigarrillos a medio fumar, y el último, encendido, humeaba hacia el techo -librado de ansiosas bocanadas- sus tímidos propósitos, concentrando sensualmente las luces de la calle que, coladas por la ventana, proyectaban intermitentemente sombras chinescas contra la pared amarilleada. Hacía rato que había dado la medianoche.

El Señor Bienvenido inclinaba el sombrero igual que escoraba la cabeza cuando no daba su aprobación al artículo que cualquiera de sus redactores le pasaba antes de enviarlo a la rotativa. La umbría formada bajo las alas enfriaba su vista hasta nublarla. Había alcanzado cierta habilidad para calárselo de medio lado y subirse los cuellos del gabán al mismo tiempo. Los rituales exactos de la despedida. Y al irse, como cada día, el último de todos, cerraba la puerta de cristal con doble vuelta de llave, para después claquetear sus suelas reforzadas hacia la salida del edificio de El Informador

Mauricio Oliveira había comenzado a trabajar para el periódico hacía varios años. Escondía sus ojos detrás de los cristales pequeños de unas gafas de pasta redondas y sentado al fondo de la redacción ocupaba calladamente su tiempo en redactar las necrológicas, las efemérides y esas noticias que a nadie le importan, que piden prestado su espacio, esquinadas en las hojas del diario y que estaba autorizado a firmar únicamente como M.O. Para todos pasaban desapercibidas sus distracciones, de apenas tres segundos, varias veces al día. Durante esos instantes, esos fogonazos de desconexión, gozaba de una vida paralela que duraba varios años, disfrutando de obras de teatro con el firmamento como techo, de baños de sol tibio, del que no quema, junto al mar, y casi en cada ensoñación se sonreía al sentir bajo su palma la superficie de mármol frío y suave de una mesa, dispuesta distraída bajo una parra, donde poder escribir a mano algún libro de cuentos sencillos y poder jugar partidas de damas, solo y sin temor al adversario.

Fabián Odess se señoreaba paseando entre las mesas de la redacción –especialmente por delante de la de Mauricio Oliveira - con un aura en torno a su cabeza de éxito y autosatisfacción.  Su columna diaria, firmada con nombre y apellido completos, sencilla como una piedra, recibía invariable la aprobación del Señor Bienvenido con un discreto cerrar de párpados. Alababa el peso de las palabras ordenadas sobriamente, sin sobrar ni una de ellas, para completar un muro de categórica rotundidad, carente de cualquier poesía. El informador llegaba directo a la noticia, ese era el espíritu del Señor Bienvenido. Cualquier otro intento literario era cercenado con una sutil inclinación de la cabeza. Entonces, el folio redactado caía en las tripas de un cajón - el tercero de la derecha de la mesa del Señor Bienvenido- que se abría solo para tragárselos y del que nunca había conseguido fugarse alguno para ver la luz del día en el kiosco de prensa del parque, aquel que recibía la primera edición de la mañana.

Eso lo sabía bien M.O. que había visto tragar al cajón decenas de veces los suyos.
-Mauricio, abusa Vd. de los adjetivos como yo del tabaco. Los aparea en su texto como insectos. 

Y de nuevo el folio era devorado por aquel cajón. M.O. regresaba a su efeméride mientras escuchaba la declaración de intenciones del Sr. Bienvenido que se concretaba en el retumbar del cristal de la puerta vibrando sobre su marco y mientras también notaba, amarga en la boca, su dignidad, vestida de niño, zaherida por la mirada de Fabián Odess.

Una tarde de primavera, de nubes con destellos de sal y hierba  húmeda como terciopelo verde, después de su enésimo texto rechazado, Mauricio decidió asomarse a la ventana más próxima a su mesa, después de firmar, con nombre completo, su necrológica diaria. Sacó la cabeza por ella hasta poder notar la brisa malva de aquel crepúsculo, que no traía ningún otro olor excepto el de algún imaginado labio rojo femenino. Entonces el teléfono de su mesa comenzó a sonar y lo estuvo escuchando durante tres segundos durante los cuales Mauricio dudo en descolgar.

-¿Si?
-Señor Bienvenido al aparato. Creí que ya no estaba en la oficina.
-Si Señor, le escucho.
-Muchacho lo que hoy me trajiste…lo volví a leer. Creo que es magnífico. Es más, creo que es insuperable.
-Gracias Señor.
-Mauricio, creo que tu trabajo no ha sido correctamente valorado y ocupará, a partir de hoy mismo, la columna diaria de Fabián.
-Pero Señor, ¿él?, quiero decir ¿Fabián?
-Ya veremos Mauricio, ya veremos…

Y la llamada se cortó con el sonido de un golpe violento, como el que hace un grueso libro al caer desde una alta estantería.

Los funcionarios del ayuntamiento levantaron el cuerpo reventado sobre la acera, una vez el juez de guardia dio su conformidad. Sobre la mesa de Mauricio Oliveira quedaba una máquina de escribir, unas gafas de pasta redondas y una última necrológica firmada con nombre completo.

16 de marzo de 1947, hay una rosa que espera su rocío y un gallo que no cantará ningún amanecer que no interese; hay un barco que danza sobre la línea del horizonte y un solo perro, amo de sí mismo;  hay unas cadenas de abrazos como eslabones y un lago lleno de peces transparentes; hay un periodista menos hoy en la ciudad y un poeta más.


Fue un placer, servidor de Vds. Mauricio Oliveira.

Nota Blogscriptum:
El apellido del protagonista ha sido intencionadamente escogido en homenaje a Julio Cortazar.

Francesco Tristano | J.S. Bach: Partita No. 1 in B flat major BWV 825 - Allemande | A Take Away Show from La Blogotheque on Vimeo.

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