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De ida y vuelta.

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A todo se aprende en la vida, todo se consigue saber hacer, menos decir adiós. Entre las manos vuelvo a sostener la fotografía, amarilla por el tiempo y la memoria. La misma que repaso, cada día, en busca del adiós que nunca supe dar. Asomada al balcón, con los brazos apoyados en la barandilla de hierro negro, no dejo de mirar el banco que acoge hoy al mismo vagabundo de cada día. Bajo su sombra descansa, con los ojos cerrados, el perro que lo acompaña en su sopor. De vez en cuando abre un ojo y así custodia el silencio de la plaza, que a esta hora de la tarde es pesado como los adoquines que la tapizan. Los cuatro árboles que veo desde aquí arriba a duras penas soportan ya las últimas hojas del otoño. He decidido salir a verlas caer, como los versos finales desprendidos de las estrofas de despedida del otoño que me hacen presentir un invierno próximo.

Me he depilado, he preparado la comida que mañana me llevaré al trabajo. Con la ventana de la habitación abierta, escucho los acordes de un chelo amigo, salido de un viejo tocadiscos, abandonada ya al ocaso que quiere inundar de melancolía la ciudad entera, por encima de los tejados de Madrid.

Mi ventana está abierta al mundo, dejando escapar olores y risas, luces y caricias, las pocas que aún quedan dentro de la casa y que quieren salir volando, empujadas por un rumor de viento, que por no ser, no es ni seco ni húmedo. Un viento que en Madrid no conoce nombre. Exhalo el humo de un cigarrillo, el quinto de esta tarde, en medio de este atardecer de un día más, de otra estación del año, en la ciudad que ofrece una nostalgia conocida.

Ahora recuerdo que es la música que sonaba muchas otras tardes a través de la ventana. Era cualquier tarde de una estación cualquiera, mientras él me fotografiaba asomada al balcón, con los brazos apoyados a la barandilla de hierro negro, fumando, como siempre, el quinto cigarrillo de la tarde. Era también, cualquier tarde de cualquier estación  en la que ya me había depilado y había preparado la comida que llevaría al día siguiente al trabajo.

Ahora son las cinco  de la tarde de este último día de otoño y un viento suave, que por no ser, no es ni frío ni caliente, porque en Madrid el viento no conoce nombre, bate el suelo adoquinado de la plaza, y corre por los bordillos, llevándose por la Cuesta de la Vega hacia el río, silencios y soledades.
Pese a todo, la erosión del tiempo y del olvido no ha conseguido destruir el significado de aquella foto, que a días, y según como la mire, muestra la pasión y el misterio de unos dedos que no sé si querían venir a encontrarse o que poco a poco iban ya apagándose. Unos dedos que ahora no recuerdo si luchaban con el ansia de vivir entrelazados o lloraban en el anhelo del goce ya perdido.

Mientras el sol se bate en retirada por detrás de los tejados de Madrid;  mientras las fachadas de las casas siguen exudando el amargo débito de la memoria ; mientras escucho el sonido de un chelo llorando, que es lo más parecido a un hombre o una mujer llorando; mientras el paisaje de la ciudad se convierte en la escena final de una plácida película, con un rumor de viento, que por no ser, no es suave ni violento, porque en Madrid el viento no conoce nombre; mientras ocurre todo esto, espero asomada al balcón el final del espectáculo, el cielo de Madrid atardeciendo, que se hace irreal ante mis ojos. Enciendo el sexto cigarrillo y sigo sin encontrar el significado de esta foto que amarillea entre mis dedos. No puedo recordar si estábamos a punto de encontrarnos o si es que estábamos por decirnos adiós. Aunque sigo convencida de que esto me ocurre porque cualquiera aprende a hacer de todo, incluso a llorar, a todo menos a decir adiós.



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