La noche anterior habíamos trasnochado, no sólo después de cenar hablando y ultimando maletas y bocadillos para el viaje, sino también dando vueltas, cada uno en su cama, haciendo sonar nuestros cuerpos como percusionistas, sobre platillos de somieres y timbales de colchones. La sinfonía de una orquesta desafinada, al ritmo del tres por cuatro, de un vals de ansiedad y de miedo. Aquella noche para mí, de tan solo 8 horas, iba a estar compuesta de un incalculable número de pequeños ratos que la iban a hacer eterna, llenos cada uno, de secuencias, de escenas de nuestras vidas juntos, que, como en las películas del oeste que los sábados programaban en el cine del pueblo, se proyectaban en la oscuridad de nuestra habitación, contra la pantalla blanca de mi recuerdo. De fondo, el sonido de la radio que escuchaba mi padre –aquí, radio intercontinental, son las 12 de la noche- y el trastear de platos y sillas que, a buen seguro, mi madre recogía con más humedad en los ojos que en las manos.
Mi hermano mayor comenzaba el colegio en Madrid y el tren se lo llevaría, según mis padres hasta el verano, probablemente -yo pensaba- hasta una nueva sesión de cine de sábado noche, en un horizonte que se me antojaba demasiado lejano, por lo menos mucho más allá de aquel mismo horizonte que los ojos de James Stewart parecían otear, mientras abrazaba a Julia Adams, desde la pared donde estaba colgado, hasta el fondo de nuestra habitación, que por esta última noche compartiríamos Juan y yo. Estoy seguro que durante el breve o largo tiempo que ocupé mi imaginación soñando esa noche, me esforcé en hacer real lo irreal y tangible lo vaporoso. Quise cabalgar por última vez con Juan por praderas llenas de bisontes y disparar, tras de la las caravanas apostadas en círculos, contra los indios salvajes que aullaban a nuestro alrededor en un asedio de flechas y apaloosas.
Durante el paseo hasta la estación, fui disparando, en esta ocasión mi cámara y no mi Winchester, contra todo aquello que me parecía efímero. Una nube que cruzaba sobre el pueblo. Una hoja volando, empujada por el viento y detenida junto a una piedra. Un periódico, abandonado sobre el banco de entrada a los andenes. Un perro, el mismo que tantas veces habíamos perseguido Juan y Yo. Fui disparándolo a todo por intentar detener el tiempo, parar lo fugaz, capturar lo instantáneo. Con cada disparo, sin encuadrar, sin pensar, rescataba de aquel momento, fotogramas indelebles para la memoria. Al fin y al cabo ese día habría de recordarlo para siempre.
Mi padre despidió a mi hermano con un abrazo que a mí se me hizo eterno. Silencioso, confidente, con los ojos cerrados, como revelándole todos los secretos de la vida, todas las estrategias para afrontarla, todo el valor para entenderla. Tras de los dos, mi madre, se encogía con los ojos enterrados en el adoquinado de la estación y con las manos sujetando una maleta de cuero que no pretendía soltar jamás. Movía los labios en una letanía callada de condena por aquel acto de infidelidad que la vida le jugaba, robando de su lado miles de noches de fiebre, de arrullos y de desvelos. A mí, me hundió sus dedos en mi pelo, demasiado ensortijado esa mañana, y quise mover mis rizos para así atarlos a mí eternamente. Juan se subió al vagón y al rato este se perdió, junto con todo el convoy entero, por la curva que se dibujaba tras de la alameda, la que estaba al salir del pueblo junto al rio, aquella en la que tantas veces habíamos descansado juntos. Y no hice ninguna foto al tren huyendo.
Ahora, trascurridos los años, cuando ya los dos hemos vagabundeado lo suficiente por esta vida, miro esas fotos en blanco y negro, aquellas que disparé alocadamente, y entiendo que no me cuentan cómo era entonces la vida, sino cómo la vida fue en ese momento. Los recuerdos de nuestros años en el pueblo se diluyen con el paso del tiempo. La alameda, el sonido de radio intercontinental, los olores del puchero de mi madre, las sábanas limpias colgadas bajo la ventana; todo queda desvaído, desfigurados los bordes, confusos los colores. Sólo quedan sobre la mesa de mi despacho los instantes que fueron captados al azar. La lucha a brazo partido contra el tiempo por retener en la memoria las galopadas por los desiertos, las botellas verdes de cristal estalladas por los tiros de nuestros Colt 45, los lazos anudados alrededor de las vacas que guiábamos por las llanuras, aquellas aventuras que se hicieron eternas en las tardes de nuestra infancia, quedan resumidas en seis fotografías en blanco y negro que capturaron el instante para hacerlo eterno; el mismo día que mi hermano marchó, una vez y para siempre, de mi lado. El mismo día que yo, después de subir de la estación, tres pasos por delante de mis padres, descolgué el cartel de James Stewart mirando un horizonte que siempre fue lejano.
Nota Blogscriptum: Relato - cuento dedicado a una gran persona, una magnífica profesional, un pedazo de médico, que por razones absurdas debe abandonar mañana mi hospital. Nuestros pacientes salen perdiendo. Yo también.
Nota Blogscriptum: Relato - cuento dedicado a una gran persona, una magnífica profesional, un pedazo de médico, que por razones absurdas debe abandonar mañana mi hospital. Nuestros pacientes salen perdiendo. Yo también.