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La victoria es importante.

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Fotografía de Daniel Rericha


El río que nos lleva. Jornada novena
La victoria es importate
La lluvia de Oviedo. Capítulo 13

El invierno explota en el valle. Raquel vive el primero en esa aldea. Presiente que será el único. El invierno no le gusta. No desea creer que en estos días, los últimos del otoño, se produce el triunfo de la nieve y el hielo sobre las hojas caídas sobre el suelo, acaso el morir, o mejor, el dormir trabajoso de una estación que siempre le parece breve, con lluvias fugaces y cuatro o cinco días de remolinos de hojas en las esquinas de las calles.
-Ya no hace el frío de antes. Nada es como ayer.
A esa hora de la mañana, la sombra de las nubes avanza, deslizándose en un alud de umbría, arrastrándose y agarrándose sobre las montañas, negándose a abandonar la humedad de los espinos y los brezos, anclando sus uñas rotas contra la rocalla de la Tesla, allá enfrente. La sierra se ve siempre negra, coronada por un cielo plomizo casi desde que comenzó a escaparse, ebrio de prisa, el verano.

Raquel se sienta junto a él, bajo un enorme nogal que apoya sus ramas cansadas sobre las centenarias tejas de un pajar abandonado, que apenas ya las soporta.

-¿Porqué lo dices?, le pregunta Raquel.

-Mira este pobre diablo. Este árbol, viejo como yo,  gozó de un tiempo en el que daba enormes y gruesas nueces y se elevaba poderoso sobre el camino. Como los carros no podía pasar bien para ir hacia el río, mochabamos sus ramas. Y él, terco, seguía creciendo cada primavera. Al final pudo más su paciencia que la fuerza de nuestro hacha.

-Bueno, eso habla bien de él. Venció.

-Sí, venció, sí. Vencer es importante. Pero es más importante no parar de batallar. Y eso ya no puede hacerlo. Crees que posees algo y al final, no tienes más que ruinas. Mira sus ramas. Mira la aldea. Mírame a mi. Ya sólo quedo yo aquí. No queda ni la aldea.

Raquel no responde. Ya sólo hablan el viento y el silencio.

Juntos observan la boca oscura, un enorme agujero que ofrece el tronco de ese nogal a la verdad de la luz helada de este amanecer. La luz parece entrar dentro de aquel árbol e iluminar sus entrañas. La luz fría de una mañana de invierno no engaña nunca. Su color advierte claramente lo que deparará el día. El azul de la escarcha, la verdad; el gris de la niebla, la incertidumbre; el blanco del hielo el olvido; o el negro de la tormenta, la pesadumbre. La luz de una mañana fría esta llena de certezas. Ilumina las entrañas del árbol y las de él. Y las palabras suyas suenan tan heladas, tan negras, como la luz que despunta. 
Aparte de su voz, ahora callada, a esta hora  sólo se escucha el silencio. Un susurrar baboso que se arrastra pesadamente. A Raquel le da por pensar que el silencio no es inmóvil. El silencio esconde un confuso lenguaje en el que ahora quiere oír bajo su pecho el retumbar del placer de su compañía. El sonido de su corazón buscando la presencia obsesiva de su cuerpo. Escucharle la atenaza. No hay lucha más cruel y desigual que la de una mujer enfrentándose a sí misma. Nada le da más miedo a Raquel que mirar a la cara a su propia historia, a su pasado; pero sobre todo ansía vivir con él el presente y se estremece al notar sentimientos, deseos muy intensos, que nacen desde ese hombre y la arrollan como una enorme y poderosa ola.

Cuando diciembre viene por fin a visitarla en la Casa Vieja, la nieve ya cubre desde hace días el tejado de su corazón. Vino hasta el valle, arrugada bajo un abrigo pesado, cargado de receurdos, un enorme lastre sobre sus hombros, que la obligaba a encogerse inevitablemente.

Han pasado varios meses juntos y ahora, despierta, después de haberse acostado mentalmente agotada, sin haber soñado, sin saber porqué -quizás zarandeada por el frío repentino de un hueco en unas sábanas vacías- Raquel respira en calma, sin frío, arropada por la compañía de sus palabras. Decide  en ese momento quedarse a esperar el mañana, junto a él, entre estas casas derruidas.

Cuando un pueblo se abandona las casas explotan, todo revienta, todo es despedido hacia fuera. Los fantasmas buscan la salida más rápida y nunca es atravesando muros, ni abriendo puertas. Así que, consiguen de cualquier forma reventarlas, hacerlas volar a metros de distancia de los quicios, dejando unas desnudas jambas de melancolía.

La aldea, como su vida, es imposible ya de rehacer, tal y como era. Es más fácil construir las pesadas paredes del olvido ocultando el pasado, que levantar lo derruido. Pero a su lado, al lado de sus palabras, de su manera de mirarla, Raquel se siente como el pastor frente a la pradera, extensa, infinita. Saboreando el tiempo lento de una tierna indolencia, ignorando el mundo que queda ya lejos de la aldea, ese mundo cargado de escasas certezas. Todo se fue por fin. Ya no recuerda nada. Ya no echa en falta nada. La memoria, esa gran mentira. Ya no recuerda la lluvia de Oviedo.

- ¿Acaso nada de esto me paso?

Aún puede respirar, ha inventado un tiempo y un lugar. Se ha habituado a este paisaje. Raquel ha incorporado a su rutina, día a día, las siluetas, las formas cotidianas que consiguen convertir su recuerdo en un pasado que no precisa exhumar, borrando de sus ojos  lo que alguna vez aprendió a ver.

Raquel descubre la tapa de un viejo tocadiscos y consigue ponerlo en marcha. Hay algún vinilo apoyado sobre el y decide al azar, hacer sonar a Bach.






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