Convencida como estoy de que es necesario (recomendable me han dicho - ja, ja-) no parar de pensar, así me ando enloquecida el día entero, pero sobre todo la noche, recordando cualquier cosa, imaginando qué se yo que invención, urdiendo vaya Vd. a saber que nuevo negociado. Por eso creen que estoy desconectada del medio. Por eso piensan en llamar a mi ausencia voluntaria, demencia adquirida.
Abocada como me tienen al castigo de dormir sin sueños, ninguno, condenada al olor a rebotica de ignoro qué o cuántas gotas oleosas que vierten en mi vaso, y lo que es peor, negándome la razón para tener mis propios sueños -no los que me inducen- he terminado por olvidar cuándo comenzó a llover, desde este cielo ceniciento, el olor de lo intangible.
Es el no soñar, lo que hizo hundirme en la locura. Me obligan a repetir series de palabras, para ver si las recuerdo, pero a mi, lo que en verdad me gusta, es ignorar las suyas y repetir constantemente: lima e imán, lima e imán, que son muy parecidas (eso les hace gracia) aunque no se dan cuenta que las dos palabras viven conceptualmente en las antípodas. Y así me ando yo sola, limando los días que me quedan y juntándome al imán metálico de los recuerdos oxidados.
La luz me anima, pero no me mejora. Me llevan para fuera por las mañanas y puedo, desde allí sentada, ver cómo saldré de aquí: como para aquí vine, con un campo amplio y alto por delante y un paisaje natural y extenso, exento de edificios. Sin la obligación de sentir bajo mis pies la desagradable aspereza de vivir lo cotidinao; soñando.
¡Joderos malditos, que no me interesa vuestra conciencia retorcida!
Ahí os dejo en vuestros sentimientos absurdos, nadando en un mar de aflicciones evitables.
Os abandono en vuestra insolente juventud, que se permite el lujo de cansarse de la felicidad. Durmiendo sin soñar.
Yo me quedo en la magia del silencio, en el enigma cómplice, en la belleza de un instante, pues en los dos, en el silencio y el instante, existe un misterioso secreto.