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La estación eterna (La lluvia en Oviedo 7)

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Foto de La Aldea. Blogscriptum


Nota blogscriptum: A los pendejos que se van acercando para leerme sólo les quiero recordar que La lluvia en Oviedo lleva cayendo desde que empezó el verano. En realidad lleva cayendo desde que se abrió este blog, pero se va concretando en personajes y en historias que se entrecruzan. Sólo te pido que le dediques unos minutos a las entradas que preceden a esta y que están numeradas por capítulos correlativos, aunque en realidad, empiezo a darme cuenta de que son historias individuales que podrían estar escritas en cualquier otro orden.
Además, como siempre en este espacio, lo escrito se entrelaza inexplicablemente en mi cabeza y El río que nos lleva, del que se cumple con esta la tercera jornada, nace de las conversaciones que he mantenido este verano, durante horas, con el único habitante de la aldea que hoy os presento. En amarillo viene reflejada la frase que, por el motivo que fuese, aquella tarde, mañana o noche, Benja me soltó y que me llevó a reflejarla en un cuaderno de notas.

El río que nos lleva. Tercera jornada.
La estación eterna
La lluvia en Oviedo. Capítulo 7


El camino hasta la aldea desde la última parada, fría, triste y desangelada, de la estación de autobuses de aquel Alsa, que saca a Raquel por fin de Oviedo, corre paralelo y se desangra serpenteante a través de la profunda cicatriz caliza que el río ha labrado en la tierra, desde el principio de los tiempos, por un estrecho desfiladero.

A cada lado del letárgico reptar de las aguas, de un opaco verde enigmático, dos farallones que rozan el cielo con la punta de sus peñas desfilan, como dos guardias pretorianos, erguidos, soberbios y en silencio, acompañando en su discurrir al río cargado de remolinos traicioneros, que arrastra troncos flotando muertos panza arriba y  oculta en su fondo un secreto de lodo y siglos; y con el baja también nuestro recuerdo. El río que lo lleva todo, el río que nos lleva.

En este escenario se suceden, sin solución de continuidad, fértiles valles después de esos estrechos desfiladeros. Un macizo bloque verdinegro de mágicos bosques, se eleva hasta el indómito páramo que desde lo alto vigila al río. Sólo el sonido apagado de pastores, olvidados por el tiempo y el abandono, se adivina entre sus  tupidos encinares, en sus misteriosas cavidades, sobre sus riscos afilados y por los caminos ya devorados por retamas, chaparros y algún despistado nogal que quiere abrirse paso.

El caudaloso río deja tras de sítejos milenarios, abriéndose a borbotones a su márgen derecho en verdes pastizales, pequeños campos sembrados; una ribera dorada, manchada sólo el panizo de su brillo, por desafiantes álamos, sorprendidos avellanos y fértiles frutales que antes llenaban cestos de mimbre y que hoy desangran sus frutos, abiertos en canal, cediendo su pulpa al suelo, que devora inmisericorde, ciruelas, manzanas y rojas cerezas que hace años reventaban entre labios.

En frente de estos bosques, al otro lado del valle, en el lado izquierdo, el río parece amedrentado y  deja una margen generosa, como una sábana extensa, de campos de centeno y trigo granado, para que ascienda majestuosa, violenta, rocosa y estéril La Tesla, una sierra que usa sus rocas como garras y dientes voraces para aferrar sobre su cima la niebla, la gasa densa y babosa que baja cada mañana de invierno, desfigurando bordes y contornos de peñas, nogales y algún que otro animal, que baja al final del día a beber, en un continuo sospechar de todo, hasta la vega del río.

Un paisaje de una imposible monotonía, de un aspecto diferente en cada estación del año, en cada día del año. Se suceden otoños de intenso cromatismo; de rojos, amarillos y verdes que se funden en un cerrado pinar de color nocturno. Un otoño que arranca nubarrones, deshechos en jirones negros, que descienden en un heraldo de tormenta bosque abajo.

Entonces viene el invierno y con él, el viento que se enrolla  entre las ramas de los chopos y arranca sus hojas hasta desnudarlos. Los mece primero, los comba y estos se dejan flexionar, quitándose las hojas como una mujer la ropa, en un sutil scherzo, en un juego erótico de pelea consentida; un invierno de manto blanco y frío, que cubre las tierras y las aguas, que se precipita al vacío desde el cielo con mayor fuerza que el dolor de Raquel que deja ya a kilómetros de distancia.

Las aldeas que salpican el valle se hacen vivas de nuevo en primavera y las chimeneas abanderan la noticia de que la naturaleza resurge, como cada año, con nuevos verdes, y rosas de flores de frutales.

Con el calor del verano resulta sorprendente el frescor de los brezales, y murmulla entre cantos de chicharras el rumor del cereal danzando en los campos de cultivo. Las praderas prometen espaldas contra la hierva a la espera del espectáculo de un inimaginado firmamento tachonado de millares y millares de estrellas. Una vía que corre paralela desde el firmamento, en blanco, al río que sigilosamente sigue fluyendo en la noche, ajeno al espectáculo del orbe, asomado, también desde el páramo, al valle donde descansa la aldea.



Se cierra un círculo eterno de días sucedidos, de estaciones siempre iguales y siempre diferentes.



Encinas, hayas y robles esperan a Raquel. Los pinos y los acebos, los servales, los madroños, los avellanos, sabinas, enebros y tejos, serenos y en silencio, observan a la mujer cuando baja del coche que la ha acercado en autostophasta la aldea y la observan también cuando abandona  sobre la acera solitaria su petate, pesado de recuerdos y con dos o tres camisas, unos pantalones, cualquier ropa interior- Raquel no mira cuál cuando llena la bolsa, no pretende gustarse salvo a sí misma- un cepillo de dientes, dos paquetes de tabaco y toda la música que puede recoger de la estantería que comparte con Carlos, hasta colmar el saco y sus ojos húmedos.

En el cielo, dos alimoches dibujan lentamente los círculos que cierran la historia de una lluvia de Oviedo que no desea abrir jamás.



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