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La lluvia en Oviedo. 4

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Foto de Latula

Capítulo 4

Al volver encontró la nota de la consumición sobre la mesa. Encima de su cuaderno, al lado del cenicero que ahora estaba vacío, limpio. Por detrás, escrito a lápiz pudo leer: incluso los escépticos sueñan, Carlos. 

Apoyada la cara sobre la ventana que daba a la calle, ella permanecía de pié. Al mirarla despacio descubrió que las gotas de lluvia estaban ahí fuera quietas, lamiendo el cristal de la ventana desapasionadamente. Parecían quererla rozar, sin éxito. A veces la lluvia en Oviedo no consigue, pese a su insistencia, empaparlo todo. Eso le gustó. Carlos deseó ser lluvia entonces. En las tinieblas de sus pupilas notó la sensación de cuerpo extraño. Aparecieron entonces reflejadas, nacientes y remotas claridades.  En el fondo de su retina empezaban a alborear los azules y los malvas. 
Estos y los vagos reflejos de la luz -procedente de la calle- se le hacían patentes como una tácita y milagrosa aurora de paz. Se transformaron en un relámpago de consuelos inefables.

Escribir -le dijo ella al oído cuando terminó de acercarse hasta su lado- de la verdad o de la mentira, del pasado o del futuro…¿qué más da con tal de que sea bello? 

Aquel acento gallego invitaba a renacer. Al menos así se sintió en ese momento.

Dejaron el local, al que cerraron los párpados bajando una verja chirriante. Al echar el cierre Carlos se pudo fijar en las decenas de pegatinas de cerrajeros, de todos los colores, que se arremolinaban entorno a la cerradura. Siempre le habían parecido un unos anuncios indeseables de mal augurio. Ahora simplemente le hacía gracia esa decoración.  El sonido aparatoso de aquella verja se elevó por encima de los edificios y pareció hacer eco contra el mismo cielo. Fue como un gallo que terminó de despertar a Oviedo. Consiguió que la mayoría de los vecinos se desvelasen en el mismo momento en que Carlos y aquella mujer -que no dijo su nombre-  deseaban permanecer acostados. Juntos durante días. Caminaron los dos con una mueca cómplice, traviesa pero no tramposa. Haciendo ver al mismo perro vagabundo de todas las noches que, seguramente, ocultaban ya, al poco de conocerse, algún secreto inconfesable.

Al cabo de unos cuantos días durmiendo juntos -compartiendo únicamente su respiración- Carlos notó como la luz entraba en la habitación hurgando entre las cortinas. Hacía tiempo que no dormía tanto tiempo seguido. Pensó que aquella era un bella forma de despertarse. Notó una presencia confidente a su lado. Su respiración le era familiar. Al menos le resultaba balsámica para el alma. Presintió que nuevamente podría compartir con alguien más sus dudas. Sintió que no era necesario responderse a si mismo por todo lo que le generaba inquietud. Había dejado de llover afuera, en Oviedo, en sus calles. También había dejado de llover por dentro. Carlos sentía cierta sensación de bienestar en su alma. Sensación de piso seco. De caminar sobre una arena de playa caliente.



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