Al norte de la Prefectura de Kioto vive el Señor Taro Aso. Su casa está escondida en una lengua de tierra sobre las aguas, cubierta por siete mil pinos. Cada mañana el Señor Taro Aso camina los tres kilómetros de arena y árboles de esta lengua que unen, como una cremallera sobre el mar, las dos orillas de la Bahía de Miyazu.
En este dulce pasear, el Señor Aso cada vez encuentra más rítmico el silencio. Su camino melodioso y armónico suena a un eterno retorno a su pausada ausencia. De joven siempre creyó que nunca finalizaba el año en el invierno, pero aquel diciembre para él estaba resultando eterno. El Señor Taro Aso, que lo había sido todo como poeta en el pasado, un día saltó de la cama en busca del mañana y se encontró de golpe con sus pies hundidos en un presente inagotable.
Quizás fuera por una noche previa, que se le hizo eterna, oyendo golpear hora tras hora al viento de la ansiedad sobre la ventana de su corazón. Quizás fuera el desasosiego por haber salido a cazar la frase de su vida con las veintiocho letras en la recámara, con intención de disparar a matar la palabra, sin que muriera ninguna. Quizás por nada de eso, o por todo, el Señor Aso cayó de bruces al levantarse de la cama aquella mañana, con la mente detenida en una eterna pausa de la que nunca fue capaz de avanzar un fotograma más.
El día a partir de entonces, desde hace mucho ya, quedó en penumbra. El sol de sus recuerdos se escondió por el poniente de su habitación y puestos a ignorar lo qué significaba el mañana, sin tener miedo al porvenir inmediato que ignoraba, comenzó a aterrarse de la oscuridad más cercana, de la noche misma y de las vueltas en la cama, con los ojos abiertos y la mirada perdida en un techo de escayola desconchado y una lámpara de cristal que simplemente aborrecía. Por eso el Señor Taro Aso no dormía. Su demenciada vejez era insomne, como si pretendiese alargar el brazo que le unía a la vida, queriendo alejarse de todo lo que se pareciese a la muerte.
Tras el derrame cerebral comenzó a sufrir la bancarrota de la riqueza virtual de su pasado. Perdida la fortuna de su tiempo pretérito -aquel que despreció con inconsciencia- comenzó después del accidente a amasar una fortuna indeseada: sobrevenido a rico de tiempos muertos, paradójicamente, vivía en la más absoluta miseria de recuerdos.
El Señor Aso recibía la visita diaria de su hijo que cuidaba de que cada cosa de la casa fuera propietaria de un post-it amarillo que ayudase al pobre viejo a recordar, mediante su lectura, el nombre de las cosas. Centenares de papelitos rezaban sólo una palabra: café, ducha, vino, maquinilla, ventana…luz. Todos estaban distribuidos ordenadamente por la casa.
Su antigua poesía leída por el mundo entero había quedado reducida a un recital diario de palabras sueltas que repetía cuidadosamente. Café, ducha, vino, maquinilla, ventana…luz
El Señor Aso padeció una noche más de insomnio y rebeldía, y como aquella en la que su pasado fue enviado al mismo lugar que van las palabras olvidadas, el viento rugió esa noche con fuerza en el entorno de sus ojos. En una brisa de conciencia pensó:
-¿Qué puedo ser si me disuelvo?, perdida como está toda mi dignidad en lo que vivo.
-¿Qué puede esperarme allá delante?, sí , allá, donde no puedo ver.
-No me espera nada en absoluto.
-¿Qué puedo ser si me disuelvo?, perdida como está toda mi dignidad en lo que vivo.
-¿Qué puede esperarme allá delante?, sí , allá, donde no puedo ver.
-No me espera nada en absoluto.
El inasible aliento de la vida, abrió de golpe la ventana de su cuarto y los papelillos amarillos volaron como confeti alfabético por toda la casa. A la mañana siguiente los fue recogiendo y pegando al azar, cada uno en un objeto, pero ninguno en el adecuado.
Tras un suave caminar por la lengua de tierra cubierta de pinos que abraza en cremallera las dos orillas de la bahía de Miyazu, regresó a casa y en un ejercicio acostumbrado comenzó a realizar la rutina de cada día.
Advirtió que había una suave luz que entraba por su cama; se dio una larga ducha de afrutado vino dulce; se secó después envuelto por los rizos de su cuadro favorito y se sentó desnudo a descansar sobre un pan recién hecho, con la cabeza apoyada en un pincel mullido, recibiendo la suave brisa de la nevera abierta. Llevó al hervor la lámpara de su mesilla y escuchó la poesía de Prokoviev mientras tomaba una taza de azafrán bien caliente y colgaba su ropa en las cuerdas de un violín antiguo. Revisó las fotos de su hijo en la cartera y la dejó amorosamente sobre la mesa con un post-it encima que rezaba: granos de café arábica.
Aquella mañana el Señor Aso escribió su más bella y última poesía.
Blogscriptum: Las palabras escritas no son más que fósiles, apenas sirven para datar el pensamiento. Fuera de su estrato no son más que una anécdota paleográfica.