Fotografía:
© Raquel Lopez-Chicheri
Aún apuraba mi copa de vino en el bar de la esquina cuando le vi entrar. Entorné los ojos como cuando se mira un hermoso cuadro y se fuerza la vista para buscar la sinceridad del mensaje escondido entre las pinceladas. Había cambiado mucho. Apenas encontré algún rastro familiar en su cara. Después de tanto tiempo no dudaba que fuera él, pero los años habían esculpido grandes cicatrices en su rostro. Aún así, el aire, la lluvia, el sol y las heladas parecían haber respetado alguno de los gestos que yo conocía de sobra.
Así pasaran cien años no podría olvidarme de aquellos veranos. Cada tarde nos acostamos en la orilla, bajo el agua, con las bocas emergidas tan solo lo suficiente como para poder reírnos. Sacábamos las manos arrugadas del agua secando la piel al aire y jugábamos a atrapar la sombra alargada de nuestras manos, aquella que estiraba los dedos en el espejo del agua color mercurio. Entonces, nos bañaba, suave y malva, la mortecina luz de la tarde después de rendirse por el horizonte.
Recuerdo la superficie pulida del mar, sin una sola honda, ni siquiera una huella de la brisa sobre él. Es verdad, el tiempo pasaba fuera del agua de una forma lenta y uniforme. El mar manso, bravío en el océano abierto, pero derretido y espumeante en torno nuestro, fluyendo lento alrededor de nosotros, buscando el estuario de nuestras piernas separadas, chocando contra los pequeños farallones de nuestros pies sobresaliendo. El tiempo se volvía leve.
Sobre todo ello, el silencio denso, cargado de armonía. Una felicidad lenta y frágil, débil como la gota de agua que corre por encima de un témpano de hielo herido con el primer calor de primavera.
La enorme, la ingente cantidad de secretos que nos contábamos. Cosas que ahora pienso que bajo ningún concepto pudieron salir de nosotros. Tantas y tan profundas que en ocasiones dudo que fueran auténticamente nuestras. Así era nuestra amistad, como la lluvia caída durante toda una noche para crear brillos nuevos en los charcos al amanecer: fresca, inocente, intensa.
Sin embargo la vida es a menudo larga y cruel. La amistad de la niñez es la víctima más fácil del tiempo voraz que lo consume todo y todo lo enmohece. La primera amistad debe asumir ese papel de víctima. Y los recuerdos, de seda y vulnerables, están hechos para sangrar al arañarse.
Por algún extraño motivo, que no alcanzo a comprender, las palabras exactas llegaron a mi boca demasiado tarde, apelotonadas, sin orden alguno. Pretendieron salir en tropel entre mis dientes y mi lengua, y acabaron por estrellarse torpemente detrás de mis labios. No supe qué decir y él no me miró a los ojos.
Continué leyendo el pasado en las lágrimas que dejó el vino después de danzar en el cristal de mi copa. Y siguió la vida en un lunes, de una semana que no había hecho más que comenzar, pero que ya se me hacía enormemente tediosa.