La casa está vacía. Solo uno, sonámbulo de aquí para allá. Estoy buscándolos por si finalmente hubiesen decidido solamente jugar al escondite. Pero todo está desierto. Acaba uno aproximándose a un libro, al ordenador, a unas fotografías y a la música, todo a la vez y sin mucho concierto, como en un cajón de sastre, sin nada de concentración y con un ánimo raro, de una tristeza inopinada e inexplicable.
Primer intento: Concierto para dos violines, cuerda y continuo en D Menor, BWV 1043 de Johann Sebastian Bach.
Repasaba las fotografías tomadas ayer con el teléfono. Se quedó la cámara en casa. Eso me enrabietó sobremanera porque el día ofrecía un espectáculo soberbio. La mañana nos recibía con un silencio frío y estaba vestida con una niebla baja y muy densa. Todo parecía lunar, como salido de un sueño. El campo en barbechos arados y parduzcos y un secreto rumor, como si estuviera la naturaleza entera esperando al comienzo del espectáculo luminoso que se intuía tras el telón de terciopelo opalescente que se erguía frente a nosotros.
Segundo intento: Suite en G Menor, HWV 439: III. De George Frideric Handel.
Entonces ella, como en El niño que se lanzaba a la aventura de Whitman, quebradiza y melancólica, comenzó a pasear mirando con asombro, piedad, amor y temor todo lo que la rodeaba, como si fuera a convertirse en parte de ello. Lo hace en forma de lila en primavera, en agua salada en verano y como efervescente canto rojo en otoño. Pero esta mañana, el muro hialino del horizonte, la atmósfera sin perfume, el vaho de nuestro propio aliento y los tímidos brotes de hierba, mojados por tanta humedad fría, parecía sumirla en un canto interno y mudo. Algo que no le es propio.
Tercer intento: Suite bergamasque. Clair de Lune de Claude Debussy.
Quédate conmigo, pensé al fotografiarla. Estaba uno melancólico como ella. Quédate -pensé para mí- para conocer juntos el día y la noche, para que poseas lo bueno de la tierra, para que veas miles de soles y cielos azules. Quédate para que holgazaneemos juntos, para que nos despertemos en transparentes mañanas de verano, para ver crecer esta hierba, dura y rizada. Quédate conmigo para oler juntos vientos del sur, contar astros solitarios en las noches de San Lorenzo, para divisar montañas coronadas de nieve, mares escultores de acantilados y tormentas caprichosas de primavera. Ya se pasará el invierno, ya se retirará la niebla.
Cuarto intento: Ma mère l'oie, M. 60: Apothéose: Le Jardin féerique. Lent et grave de Maurice Ravel.
Entonces apareció él, con el bullicio de un bando de pájaros, corriendo y gritando, con el aroma del trigo que crecerá en esa tierra yerma, por la que ahora corren. Con el rumoroso cotilleo de las llamas del fuego que se ha encargado de encender, y el chasquido de los troncos que calientan la estancia. Apareció de pronto, con el sonido de su voz, como el repiqueteo de una campana que llama a fiesta, y su canto como la sirena del barco de vapor que abre la niebla que tenemos delante. Y entonces jugaron los dos con la alegría del cortejo nupcial. Escuché el coro de sus voces, poderoso y fresco, como la voz de Dios el día de la creación: Hágase la Luz. Y la Luz, para mí, se hizo.
De la lista de reproducción, el quinto y definitivo intento: Sheep May Safely Graze, BWV 208/9 de Johann Sebastian Bach.