Cada vez le pide uno menos cosas a la fotografía, a la poesía o al relato, y por ende, casi diría, a la vida, salvo la belleza. Casi nada se va necesitando ya que sea extraordinariamente excitante, desde luego. Tanta exuberancia de imágenes y tanta profusión de textos, incluido ahora que pienso lo que uno hace, resulta abrumador.
Tenía ganas de resarcirme de todo esto, así que ayer nos fuimos paseando hasta la galería donde exponen a Masao Yamamoto: Espaciofoto. Las hojas muertas y amarillas al lado de la acera y una brisa, aún templada, nos hizo recordar que el otoño ha entrado ya por la ventana de nuestra ciudad y quisimos aprovecharlo, porque Madrid tiene estas cosas: que el frio entra luego pegando portazos, cayendo de bruces sobre el agua del Retiro, en forma de bulto rumoroso, sin vientos estridentes que lo anuncien.
Yamamoto es un poeta de las imágenes -las suyas siempre en pequeño formato- como delicados haikus. Cada una de las fotografías, como objetos únicos, invitan a la composición de un pequeño verso, de métrica 5/7/5. Uno quiere ver desnudos de mujeres hechas con papel de seda y parece poder escuchar el canto de las grullas remontando el vuelo y a las nubes blandas traer olores remotos.
Disfrutamos de la exposición despacio, tiñendo y virando las fotografías, de nuestros ojos a nuestra imaginación, mientras pensamos que las imágenes que estábamos viendo, de unos campos echados a dormir o de unas ramas de almendros desnudos, eran lo más bello que habíamos visto en mucho tiempo.
La ruta de vuelta a casa se hizo suave y pálida y fuimos, mi madre y yo, muy despacio caminando, reunidos en nuestros respectivos silencios, que eran la compañía del otro, sin precisar que nada ocurriera necesariamente, nada excepto la vida juntos, nada excepto este tiempo de otoño caminando del brazo, algo más de cuarenta años después de habernos empezado a conocer.