Estaba uno en la terraza hace unos días, a última hora de la tarde, absorto en mis pensamientos, mientras recogía y ordenaba conchas traídas por P. y V. de la playa. Es un momento del día que desvela un universo ambiguo, donde luces y sombras se confunden. Esa hora crepuscular despierta, al menos en el que pasa ahora a limpio las notas tomadas entonces, cierta aprensión. La claridad difusa que flotaba en el ambiente gozaba de una densidad particular.
Siempre tengo, a esa hora, la inquietud de que esa luz será irrepetible, una sensación de finitud que me deja paralizado mientras la admiro. Mi amiga fotógrafa A.M. me enseñó a reconocer esa luz, bella en su debilidad e indecisión, en su mezcla de brillos y sombras.
Al fondo, Madrid se iba echando un mantón -una prenda que le es muy propia- sobre sus rascacielos. Estaba la tela tejida de nubes arrebatadas de un gris oscuro, casi pizarra, sobre un cielo violeta. La estampa era perfecta pues la mezcla casaba bien con el verde de los pinos de la Casa de Campo. No en vano son los dos, verde y violeta, colores complementarios.
La cosa duró apenas un instante y entonces, bruscamente, refrescó, como si al echar el telón del horizonte crepuscular alguien hubiese decidido que el verano acababa de finalizar también. Las sombras y el frio, todo sucedió a una atrapándome in fraganti con las conchas de los chicos en la mano.
Le ocurre a uno lo mismo cada septiembre desde hace ya unos cuantos años. P. y V. se dedican a recoger conchas de la orilla hasta completar un cubo cada uno. Todas son distintas entre sí, aunque todas son iguales a las de años anteriores. Comparten las conchas el mismo batir de olas, sin importarles un ápice los miles de años de existencia que las separan. Unas llegan a la playa antes que otras, pero al cabo, todas son golpeadas por el mismo mar.
Las de este año han vuelto a Madrid para ser guardadas en un armario junto con las que las precedieron de playas anteriores. Uno no se atreve a tirarlas porque son, cada una a su manera, como pequeños recuerdos. La memoria, dice Falciolince, es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos. Dentro de unos años quizás me de por repasar todas las conchas acumuladas y vincularlas a un recuerdo: unos lisos, suaves y blancos; otros sorprendentes en su envés brillante y nacarado.
Pero al final, el tiempo unificará recuerdos, dejando una sensación de sueño, como una vaga imagen, un estado de ánimo. ¿Los veré como veo ahora este montón de conchas, todos iguales? Me preocupa pensar en el olvido que, como la arena entre las conchas, las termina por confundir.
Agradeceré si alguien lee este diario de lo cotidiano, pero sino, no importa. Ahora, nadie podrá reprocharme que lo escriba, igual que no me reprocho nada por no saber que hacer con las conchas que voy guardando, una vez más, en esta tarde en la que alguien ha decidido apagar el verano.