Quisiera contarte dónde estuve este fin de semana y porqué. Pero quisiera que te vinieses conmigo en este intento.
Me gustaría que te situases en un otoño cualquiera y en un valle que en breve invernará con las primeras aguanieves fugaces y los cuatro o cinco días de remolinos de hojas dando vueltas en las esquinas de un caserío. Ya no hace el frío de antes, dicen algunos. Nada es como ayer, dicen otros. Pero lo cierto es que apenas queda nadie -de los de antes- para cerciorarse de que eso es verdad.
Imagínate a primera hora de la mañana, la sombra de las nubes avanza deslizándose en un alud de umbría, arrastrándose y agarrándose sobre unas montañas que te miran desde el otro lado del valle; unas nubes hechas jirones, negándose a abandonar la humedad del bosque, anclando sus uñas rotas contra la rocalla de la sierra de allá enfrente, coronada durante las últimas semanas por un cielo plomizo. Pero en este sitio, pequeño, temerosamente escondido, ya nadie queda para recordarte otros cielos distintos a los que ves.
Me gustaría que caminases conmigo durante esta entrada, pisando sobre la hiedra esparcida sobre el suelo y agarrada por doquier encima de los tejados, en una villa que te quiere mirar suave y pálida por la neblina. Quiero que pasees por la penumbra que hay bajo los quejigos y las coscojas, abriéndote paso con tus brazos entre escaramujos, majuelos, saucos y cerecillos. Una espesura que se junta con el borde de las nubes de esta mañana en la que te he situado, sin saber qué es cielo y qué es sombra de árbol.
A esta hora sólo se escucha el silencio. Un susurrar que se arrastra pesadamente. Es cierto, hace tiempo que me da por pensar que el silencio no es inmóvil. El silencio esconde un confuso lenguaje en el que ahora quiero introducirte. Quiero que discurras entre casas derruidas o deshabitadas. ¿Ves lo que te muestro?, una aldea deshabitada es imposible ya de rehacer. No tanto por los muros de piedra, como por los daños que produce en las paredes del alma la desolación del olvido.
Sin memoria no hay hitos. No pasa nada en nosotros excepto la vida y la muerte.
Espero que entiendas lo que te cuento mientras paseamos, porque no pido de ti otra cosa que la reflexión.
Cuando no quede nadie, cuando todos se hayan callado. ¿Quién nos contará lo que fuimos? ¿Cómo entenderemos lo que somos? ¿Qué les contaremos a los que serán?
NOTA BLOGSCRIPTUM
El pasado fin de semana se celebró en una pequeñísima localidad burgalesa un concierto, por iniciativa popular, que pretendía recaudar fondos para restaurar la iglesia parroquial que, como tantas otras en Castilla-León, está condenada al abandono y la ruina, y que a día de hoy se ve seriamente amenazada de derrumbe.
Toba de Valdivielso, se encuentra en el valle del mismo nombre. Un lugar enormemente hermoso, bañado por el Ebro, en el que ya sólo reside un habitante.
Los antiguos vecinos y, sobre todo sus herederos, se han unido en un movimiento ciudadano que se denomina "Salvar a la Iglesia de Toba" bajo el lema: "El poder de lo pequeño".
Todos ellos se han empeñado, con más voluntad que medios, en su recuperación. Quieren evitar la pérdida de un templo que muestra el más sencillo románico rural con añadidos del próspero siglo XVIII. La iglesia se presenta como auténtico icono del Valle de Valdivielso, muestra de otros tesoros artísticos, quizás de mayor relieve, pero más escondidos.
Los ciudadanos, otra vez los ciudadanos, buscan fondos para su arreglo y todos mantienen la ilusión de poder ver la recuperación de esta entrañable muestra del patrimonio cultural de Las Merindades, que no es sino la recuperación de la memoria.
Puedes hacer aportación económica en la cuenta 2086 7214 80000012 1826