El sol en Madrid nace cada mañana claramente más tarde. Yo, tendido a lo largo de tu cuerpo agradezco la tardanza, porque no lo espero especialmente. Un sol que nace cansado de antemano, de tanto trabajar este verano. Este otoño madrileño comenzará a olvidarse de un estío que no fue de azoteas, acaso de calles abrasadas, refrescadas por sonidos de fuentes que ahora oigo colarse por entre las rendijas de la persiana. Su rumor y los rayos de este amanecer en Madrid, siempre naranja, siempre fuego, serpentean por entre las cortinas sin que te des cuenta, arrastrando sobre ti su colcha tenuemente, tibiamente.
Suavidad, parsimonia y tu sonrisa ingrávida, destapan los recuerdos de la noche; son las sábanas que como estelas de raso, me rozan indolentes, para poder sentir tu latido al lado mío y ver que todo está bien, una vez mas.
De la lucha a muerte de anoche, que ya empezamos a cubrir con blancas sábanas comunes, sólo quedan cicatrices en el aire. Debajo del alba lisa de la cama, descubrimos la primera brisa fresca de lo nuevo, el otoño que comienza a hacerse claro por la noche; el sinuoso camino del espasmo lo recorrimos juntos de la mano, ensortijando nuestros dedos entre el pelo y al final de la locura melodiosa, sólo voló una sonrisa muda, que quiso levantarse, refrescar aún más el aire de esta víspera y renovar la luz.
Madrid por debajo y nosotros echados, sobre el puente levadizo de las manos incansables que en la sombra cumplen su oficio este amanecer, uniéndolo todo, todo entre tu luz y el resto del mundo.
Esta mañana que ofrece a la ciudad la nueva estación -que pasa por aquí vertiginosa- no posee ni más astros ni más mundos que los que giran en torno a tu cuello; todo es niebla, todo oscuro, más allá de ti, todo es penumbra.
La realidad es que esta habitación está muerta más allá de tu boca, para esta soledad de cuatro paredes, el sol no sirve ni calienta. Casi ningún sol. Salvo el de Madrid, al que, tendido sobre ti, no espero.