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El luthier.

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Leo recientemente en una entrevista realizada al Dr. Luis Rojas Marcos una visión curiosa acerca de la felicidad. Según el, estamos programados genéticamente para sentir satisfacción por la vida. Para ser felices.

En los tiempos que corren, hacer filosofía sobre la felicidad parecería ser un frívolo canto para privilegiados. Sin embargo, si no estás enfermo, si no has sufrido un episodio desgarrador en tu vida, si puedes disfrutar de un trabajo no esclavizado, si vives en democracia real, es decir, si no has de dedicar tus esfuerzos físicos e intelectuales a la pura subsistencia, puedes permitirte el lujo de disertar acerca de la búsqueda de la felicidad.

La felicidad es sin duda un impulso natural buscado desde el principio de los tiempos. Aristóteles ya se planteó esta cuestión cuando señalaba que ser feliz era el fin natural de la existencia humana. Séneca en su tratado de “Acerca de la vida feliz” afirma que todos quieren vivir felizmente y recomienda recurrir a la reflexión filosófica para orientarse en el camino de su búsqueda. Desde entonces y hasta la fecha buscar el camino para alcanzar la felicidad ha sido una constante.

Sin embargo, cuando se intenta definir qué es la felicidad todo parece más complicado. ¿Somos ahora más felices que en épocas pasadas, o menos? Nadie se atrevería a decirlo. ¿Fue mejor el siglo XX con sus guerras, exterminios y genocidios que lo está siendo el XXI o lo fuera el XVIII?

Pensadores más recientes nos ofrecen su visión desgarrada de la felicidad o mejor dicho su visión lejana respecto del optimismo de la vida. El ideario existencialista de Heidegger o de  Sartre está marcado por la angustia de vivir. Sin embargo, desde la otra orilla, Bertrand Russell se lanzó a la conquista de la felicidad y para ello definió las causas de la infelicidad: el aburrimiento, la fatiga, la envidia, el sentimiento de pecado, el miedo a la opinión pública. Como le ocurre a Fernando Savater, yo también lo pienso que leyendo a Russell terminas por concluir que sólo hay algo más hortera que intentar ser plenamente feliz, peor es dar consejos para intentar serlo.

No sé cómo ser feliz, ni pretendo recomendarlo, pero si advierto dos potenciales enemigos de la felicidad en este siglo XXI. Hoy me ocupare de un de ellos.

De todas las amenazas que se ciernen sobre la felicidad, el aburrimiento se me antoja como la más peligrosa, por ser sibilino y ponzoñoso. Y peor aún que el aburrimiento es el miedo a poder aburrirse. ¿Cómo es posible aburrirse en la era de la cibernética, los deportes de aventuras, los viajes low cost y la borrachera de oferta mediática? El antónimo de aburrimiento ya no es el placer, sino la excitación. La liberación de hormonas en un estado de excitación permanente resulta por llegar a ser adictivo y tanto más te ofrecen tanto más quieres, hasta que resultan colmados los receptores hormonales y nada resulta ya excitante.  Nacen entonces los retos imposibles, el más difícil todavía, el viaje inaudito y de todos ellos emerge el consumo desbordado. Nos han acostumbrado al paso rápido de las estaciones y a devorar ferozmente de las noticias.

En Roma pasé algo más de un cuarto de hora observando como el Luthier de la imagen iba dando forma con su buril, poco a poco, al alma de aquel instrumento. Me dio por pensar entonces que la vida la hacemos veloz y triste. La cantidad de cosas que satisfacemos por error. La cantidad de emociones que transformamos en simples recuerdos. Lo que amamos y perdimos en el fondo de la noche y después de perderlo no tuvimos tiempo de amarlo de nuevo. La ingente cantidad de paz malgastada en un vagabundeo estruendoso e intrascendente.

La mayor de las manipulaciones de este siglo XXI ha consistido en hacernos olvidar que es posible una vida tranquila, no dejarnos entender que la excitación es extenuante y ocultarnos que tan importante como el movimiento es el reposo.



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