Esta tarde de otoño esparce las nubes sobre el poniente de Madrid, sueltas y ajironadas, como parte de todos los recuerdos que el cielo encubre, los que vienen derramándose por Gran Vía abajo, vagorosos y dispersos. Algunas agujas y las últimas antenas que quedan, se agachan a su paso, la luz se deja escurrir entre las cúpulas y la vida, en secreto, surge de las farolas, íntima de todo.
Flotan ausentes de toda precaución las manos visibles, los rostros de la gente, los gestos distraídos de neones, las risas ya distantes del día que se acaba y el estrépito de comercios al cerrarse. Nadie echa en falta ni un sol que se pierde, ni un suave viento que sopla ya en harapos, ni una cascada de azules que se precipitan por detrás del horizonte según clarea la primera estrella.
Vagas gotas trémulas perfuman adoquines viejos, el mármol de Palacio se torna en un imposible reflejo anaranjado, un éxtasis violeta sobrevuela las angustias de los árboles, y la ciudad, erguida en mediasombra, ofrece cumbres de azoteas, que adivinan la diversidad de los colores del frio que se intuye: azules, hialinos, y malvas.
La luz distante termina por apagarse, la falsa muerte de otro día pasa de largo, oyendo gemir al huracán de los hombres, una decena de perros rabiosos y los ojos llenos de estupores.
¡Desvanécete Madrid bajo este cielo que se acaba y yérguete rotundo entre las sombras!