El río que nos lleva. Jornada décima
Sangra, querido corazón.
La lluvia de Oviedo. Capítulo 14.
- Sangra querido corazón. Solo sangre, querido corazón.
Se repite Raquel a medida que asciende escalones. Según se acerca a él.
Está sentado en esa habitación en la que ella ya ha estado otras veces, un cuarto que respira de forma lenta, con pulmones propios. Él fuma reclinado, mirando al suelo, sentado en una de las dos camas que se apoyan a los lados de la estancia. Una de ellas, la suya, deshecha, con aspecto de enfisema, de haber fumado tabaco picado desde siempre, la manta abierta, las sábanas desordenadas, dispuesta junto a una pared cubierta de un papel inverosímil y levantado a jirones, formando figuras que a Raquel se le antojan mariposas, con sus alas hacia arriba, dejando asomar en las fronteras rasgadas de sus bordes rotos, los huecos en los que pueden verse segundas o terceras capas de pintura.
La otra cama, sin vestir, habla con voz queda de un pasado deshabitado. Se intuye la pareja que nunca hubo.
Un indeciso haz de luz atraviesa una ventana de boca insuficiente. En aquella hora de esa tarde de invierno, cualquier rayo, de por sí débil, es frenado por una mosquitera color musgo y la habitación entonces se llena de un rumor de color verde opalescente. Es un pequeño ventanuco, sacado por la fuerza al muro de esa casa, una ventana inútilmente arrinconada, de marco rojo, en una esquina absurda de la habitación, la que parece más distante de cualquier otro punto de aquella estancia irregular de cuatro paredes de construcción desordenada.
-¿Porqué has venido?
-Me sangra el corazón.
Entre el humo, los labios de Raquel se mueven haciendo filigranas; rojos danzan como peces en un agua de estanque hialino, entre el aire vaporoso que lo inunda todo, asomando su lengua a intervalos, que a él se le hacen eternos.
Él bebe un aguardiente de cerezas, las que recogió hace años y que descansan ahora en el fondo de la botella de cristal, velado por el uso y por los años. Él imagina los labios de Raquel como aquellas cerezas, las que recogió del árbol junto a la valla de la huerta, cuando aún esta permanecía en pié orgullosa.
Él bebe un aguardiente de cerezas, las que recogió hace años y que descansan ahora en el fondo de la botella de cristal, velado por el uso y por los años. Él imagina los labios de Raquel como aquellas cerezas, las que recogió del árbol junto a la valla de la huerta, cuando aún esta permanecía en pié orgullosa.
Raquel se para inocentemente frente a la ventana. Apenas puede imaginarse el malva del cielo de esa tarde que la trajo desde casa hasta aquí. Ahora anochece rápido. Apenas sabe porqué ha subido esas escaleras. Es la hora de que se enfrente a su destino. La hora de que sangre el corazón. La música rellena los espacios que deja el humo.
-Aplázalo todo, corazón, aplázalo todo para mañana. En la verdad y en el error, en la certeza y en la incertidumbre, en el placer y en el dolor, aplázalo todo corazón y sangra, ahora y todos los días de mi vida.
Raquel se desnuda, la ropa cae al suelo y las manos comienzan a moverse sobre su cuerpo. Las manos suben y bajan. La música danza en torno a su cuerpo y las manos dirigen la piel y las notas que la cubren.
-Sangra querido corazón. Sólo sangre, querido corazón.
Raquel lleva las manos a sus senos y acaricia sus muslos. Toca su hombro, lo acaricia con el hueco de su mano. Su mano toca su hombro, perfilándolo, dibujándolo como si realmente lo estuviese creando en ese mismo instante, como si por primera vez estuviera naciendo de su cuerpo. Toca Raquel su hombro. Crea su hombro. Es la mano de Raquel la que elige la forma. De entre todas las formas posibles, como un alfarero de su propio cuerpo, Raquel hace esa forma. La forma de su hombro exactamente. Precisamente la forma que queda expresada en su hombro y no otra.
El cierra los ojos y comienza a no hacer nada, salvo cerrar los ojos, justo en el momento en el que Raquel crea su hombro. Cierra los ojos y llora. Llora irremediablemente. Llora a borbotones.
-¿No decías que no sabías llorar?
-A todo se aprende, si, a todo se aprende. También se aprende a llorar.
Entonces Raquel besa sus lágrimas y apoya su cabeza entre sus manos y a él le parece que nunca ha tenido entre las dos -las manos de un hortelano- nada más vivo, nada más fresco, nada más hermoso.
-¿Porqué vienes a mi en esta primavera adelantada?
-Porque me sangra el corazón.
-¿Y cómo quieres que yo te lo cure? Nunca he curado uno. No sé cómo se hace.
-A todo se aprende, sí, a todo se aprende.
Entonces él se ríe también a borbotones, como sus lágrimas, hacia fuera, pero llora secretamente hacia dentro.