El río que nos lleva. Jornada séptima
Nadie bramará por mi
La lluvia de Oviedo. Capítulo 11
La última vez que Raquel ve la luna lo hace desde aquella ventanilla del autobús, en la estación de Oviedo. Hasta esa noche plácida del valle, asomada a la ventana, no advierte nuevamente que el frío es capaz de renombrar un firmamento de belleza infinita, carente de cualquier desasosiego, en medio de una paz celeste desconocida antes para ella, de un blanco azulado, opalino e irisado.
Esa noche, que Raquel vela sólo al despuntar el alba, da paso a una mañana que se despierta cotidianamente en el valle, medio gris, con un remoto malva, un incierto viento, que por no ser caliente tampoco es frío y una espesa niebla que desciende desde la Tesla. Ahora, sin embargo, a diferencia de esa niebla, los recuerdos en Raquel son claros, pero empiezan a pesar más las esperanzas.
Hay algo lejano, que se mezcla en el propio paisaje interno de Raquel, que convierte a ese lugar, a primera vista hostil, en una aldea que ya no es ni mucho menos anónima. Empieza a no añorar nada. El humo sobre la casa de tejas rojas de él, le parece ya familiar y se funde con la niebla, no muy baja. Por un momento duda de dónde proceden ambos, ¿del cielo o de la tierra? La confusión genera un ambiente misterioso, pero le agrada verlo así desde la ventana.
-Buenos días ¿dormiste bien en ese caserón?
-Lo hice a ratos... ¿Te duele la pierna?
-Si, esta maldita arrastra mi viejo cuerpo. Ya no sé si me pesa la vida o es la tierra que me quiere engullir y yo no me dejo. Pero se saldrá al final con la suya la maldita, se saldrá, si. ¿Quieres venir a por alubias?
-No sé cogerlas ¿Es fácil?
-¿Has arrancado penas?
-¿Penas?
-Si, del corazón.
-En ello me ando…
-Pues nada, esto es igual, tira una a una de ellas y a la bolsa. Sólo hay que agacharse, eso es lo malo y mi espalda ya no está para muchas tristezas. Así que ven, tú me las arrancas.
Raquel cierra la ventana, deja el café, que se enfriará toda la mañana sobre la mesa de la cocina y baja corriendo la escalera. Presiente que nunca volverá a estar tan acompañada como en esos días que han de venir, prisionera de la contagiosa soledad de él, inmersa en la autarquía de su férrea disciplina. Intuye en él, al único dueño de su próximo quehacer. Él, que marca sus propios tiempos, recogerá generoso la voluntad de los suyos, que moldeará y ella se dejará. Una disciplina -lejos de la sumisión- a la que estaba ya acostumbrada, pero que ahora le sabe distinto.
-¿No te da miedo vivir sólo?
-Yo no ando solo, hija. ¿Ves? mi perra va conmigo, sí, conmigo a todos lados -la aparta con el bastón- y está también el monte y el río y los árboles y esta niebla… qué cerrada la maldita, qué cerrada. ¿Sólo?, no, solo no.
Raquel le da la bolsa llena de alubias para que la sujete, mientras mete las manos y la cabeza en el agua de la fuente, un caño que cae en una pila oscura y fría, piensa que la ternura de él la puede convencer de que un Dios es posible. Los pasos cansinos y amigos les llevan hasta la parte de la aldea desde donde se divisa parte del valle y casi todos los tejados medio derruidos. El agua baja de las entrañas del monte, una vez son exprimidas desde el páramo de arriba, cuando se cuajó de nieve, como siempre, hace casi un año. Y volverá a hacerlo en breve.
Esos tejados que ve desde la fuente, engullidos por el tiempo y el olvido, hundidos la mayoría, el musgo en las paredes, el sonido de la caño y, en fin, la ternura de aquel momento plácido que vive, le devuelven la fe en un Dios que ella cree que no es otra cosa que eso mismo: el tiempo y el olvido y un estado de bienestar recuperado.
Todo cuanto amó, perdió y rozó la piel de Raquel –como ese viento que ya ha terminado por levantar la niebla, despegándola de los tejados, con la ayuda de un sol que calienta sutil- todo lo que le llegó al alma, todo, renace en ese instante.
-¿Crees en Dios?
-Si me estás preguntando si voy a ir o no al cielo, no es algo que me preocupe demasiado, hace tiempo que no cometo ningún pecado
Raquel se llena el vaso de la botella de aguardiente que él le ha dejado sobre la mesa y no se resiste a volver a preguntarle
-Pero ¿crees en Dios?
-A mi me enseñaron a creer en Dios, lo que pasa que hace tiempo que no me dan referencia de él y ahora no sé hacia que parte dirigir mis oraciones. Si para el monte o para el río. Si me muero y no me reciben allá arriba, no pondré queja por ello.
-Alguien te echará de menos…hombre.
-Alguna vez me contaron la historia de una serpiente que se amamantaba de las ubres de una vaca. Venía por la noche y con cuidado bebía de la teta, sin sacar sus dos colmillos. Y la vaca se dejaba, fiel. Llegó un día el pastor y al verlo, temiendo por su vaca, lanzó tan fuerte como pudo dos bastonazos a la bicha y allí, entre las pezuñas, la dejó muerta. La vaca mugió desde entonces como loca por las noches.
¿Qué te parece? A falta de vacas que ya no tengo y con esta perra vieja y tonta que igual se muere mañana, no creo que brame nadie por mi, llamándome por la noche.
-Pero el pastor tenía razón, cuidaba por su vaca.
-El pastor lo que hizo fue fiarse de la primera apariencia y sobre todo no preguntar, no, no preguntar.
¿Qué te parece? A falta de vacas que ya no tengo y con esta perra vieja y tonta que igual se muere mañana, no creo que brame nadie por mi, llamándome por la noche.
-Pero el pastor tenía razón, cuidaba por su vaca.
-El pastor lo que hizo fue fiarse de la primera apariencia y sobre todo no preguntar, no, no preguntar.
Raquel apura el vaso y se pregunta por el verdadero paradero de Dios, a qué parte de la inexistencia debe él dirigir su oración, hacia qué lado de la nada debe enviar su llanto, el mismo llanto que nadie, salvo ella, escucha ahora.
Al poco rato un pesado sueño la inunda, el día ha dado paso a otra noche que lleva un murmullo de lluvia fuerte que se acerca. Piensa una vez más en él, antes de dormirse definitivamente.