El río que nos lleva. Jornada quinta.
El olor del fuego.
La lluvia de Oviedo. Capítulo 9
En la aldea, a esa hora de la tarde, sólo hay soledad y piedras. La mayoría de los tejados ofrecen sus tejas rendidas al paso de los inviernos, movidas, desordenadas y en muchos sitios reventadas además por el sol de agosto. Las ortigas y la yedra voraz se hacen sitio entre los muros, trepando por las paredes, siguiendo cursos de huecos entre piedras, haciendo del conjunto un paisaje devastador para Raquel.
Es una fría tarde de octubre, silbante, de viento rápido, en latigazos y sombras macizas. La casa que viene a ocupar pertenece a su familia y permanece cerrada desde hace muchos años. El muro de poniente presume ante el mundo de su edad, echando panza hacia fuera, pero aún se muestran las otras tres paredes elegantes y orgullosas, con un poderoso portalón de doble hoja color rojo que destaca enormemente.
Las viejas casas de piedras mueren en silencio y desesperadamente solas en aquella aldea. Una enfermedad de pueblos abandonados, de tacto viscoso, de sabor podrido y meloso, un veneno inconfundible y dulzón que asciende por paredes, atestando de hojas verdes los muros y ocultando tras de sí las sombras, los muertos y los recuerdos, que viven en su interior, que mueren en su interior.
Raquel abre la puerta y un golpe de olor a humedad de trigo almacenado, aceite de candil de hojalata y animales guardados en el corral del fondo -al que ella recuerda que se accedía directamente desde la vivienda- explota, literalmente, en sus narices. Al fondo de la estancia se mueve una sombra, como un espectro, y un gato corre como loco bajo los pies de Raquel que suelta el petate y a la vez, un grito.
Al fondo de la entrada se adivinan las escaleras que suben hacia la primera planta donde la cocina y un par de pequeños cuartos vacíos aparecen iluminados por una extraña luz de otoño filtrada a través de unas mosquiteras descolgadas. Un enorme lar ha teñido de negro la pared de la cocina y la lumbre que fue, parece susurrar aún su chisporroteo a través de las cadenas de hierro que cuelgan desde la chimenea. La luz de las llamas que Raquel recuerda, pintando de rojo la cara de sus abuelos, es ahora sustituida por una nube de polvo en suspensión que parece danzar entre los rayos que se quieren colar por cualquier rendija de las ventanas.
Ahora se hacen patentes en su memoria los rostros de los de más cerca, de un rojo brillante, con orejas encendidas como la sangre, a ratos dorados y siempre con sombras cambiantes en las mejillas. Los de detrás parecen amarillos, azules los siguientes y los del fondo cenicientos y continuamente móviles por las sombras danzarinas que, nerviosas desde las llamas, producen espectros en aquella estancia.
De fondo sonidos de cencerros apagados, balidos que la asustan y pisadas sordas de pezuñas que recolocan las patas de algún bicho grande, que no quiere imaginar, sobre la cama de paja húmeda de aquel corral habitado por los profundos resoplidos de alguna bestia y tintineos de esquilas de oveja boba. Pero ahora todo está parado. El tiempo detenido. El olvido y nada más.
Fascinada por aquel poderoso recuerdo que se ha encendido en su memoria, como aquel fuego, con la boca medio abierta, en esa tarde de llamaradas de olores, Raquel decide acercar un taburete, sentarse frente a la cocina, apartar dos trébedes y dar comienzo al ritual de encender un fuego que necesita más su alma que su cuerpo. Al conjuro de ese profundo olor que comienza a extenderse por la estancia, sin ganas de comer ni de hablar ni de asomarse siquiera a la boca de aquella casa, desde la cocina que ahora la rodea, a través de su puerta que ya no cierra, Raquel reza por que venga la noche, que crezca, que lo invada todo, que lo inunde todo y que nunca se levante.
El sol sale hacia el exilio por detrás de los montes y ella empieza a sentirse presa de una libertad absoluta.